Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón mientras las olas y el sol le arrullaban en el calor veraniego, le dijo a su jefa. Pronunció el discurso más brillante jamás emitido, alegó sus derechos con aplastantes argumentos, aspavientos y perdigones disparados en todas direcciones. Elevó el volumen de su voz hasta alcanzar el tono autoritario de su contrincante.

En el cenit de su declamación, una lágrima corrió por la acongojada mejilla de ella, y aplaudió conmovida.

Y aquí estaba ahora, tecleando ajetreado mientras miraba al tío de su nuevo calendario, tumbado en la playa sujetando la dichosa bebida.

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