«A esta gatita aún le quedan muchas vidas por vivir»- me repetía mientras pulsaba el roto botón de tu ascensor. Los dos sabíamos que este adiós nunca se convertiría en hasta luego. Tu, tus cervezas y tu maldita crisis existencial, se habían vuelto inaguantables. Sujeté con fuerza la maleta color camel que me había regalado mi madre cuando nos fuimos a Italia, y abrí el maletero. Giré la llave de mi viejo Seat Ibiza. Preparada para irme, Dios sabe a donde.
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