Te regalé una bonita sonrisa de jocker y tú me devolviste un guiño de complicidad en aquella escalera del Bronx. No sabías que mi sonrisa era falsa y mentirosa. Te enteraste cuando mi macabra mente te presentó una loca cita a ciegas y a ti te pareció una proposición inocente.
Fue una noche maniática y estremecedora en la que mi risa resonaba en el sótano neoyorquino donde te encerré.
Sólo reaccioné cuando me dijiste tiernamente:
- – Aún me quedan caramelos en el bolsillo.
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