Pensé, mientras el coche se lanzaba contra el muro, «qué suerte que me bajé…!»

El tipo que me levantó mientras hacía dedo con mi mochila me había resultado inquietante desde el vamos. Ya el hecho que parase con su Mercedes impecable para llevar a un barbudo con rastas como yo me pareció extraño. Noté sus escasos cabellos rojizos mal teñidos, sus anillos. A pocos kilómetros, una muralla de rocas caídas de la ladera de la montaña interrumpía el camino. Bajó la velocidad. Paró y me miró, insinuante. Cogí mi mochila y salí del auto. Apretó el acelerador, a fondo.

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