Te regalé una bonita sonrisa de Joker, era cuanto merecías.

La última vez que vi tu rostro fue en aquel viejo andén, tú escapabas y yo te dejaba marchar.

Mirabas con indiferencia y desdén con esa falsa superioridad que escondía tu vacía alma, un camuflaje imprescindible para sobrevivir hasta que dabas la estocada final.

Sabía que no existiría marcha atrás después de que el tren iniciara su marcha, ya no había retorno ni oportunidades.

Tras el cristal, tu rostro impenetrable seguía allí quieto, desafiándome.

En las maletas, escondidas estaban tus vergüenzas, impecablemente dobladas y con un intenso olor a alcanfor.

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