“Lástima que no haya billetes para maniquíes”. Levantó la vista del plato y apagó la radio. Qué absurdo, pensó, a quién se le habrá ocurrido semejante tontería. Y a continuación, su pensamiento le arrastró al asiento de un tren, en compañía de un maniquí cuya cara, pegada al cristal, se parecía tanto a él. Quizá sería capaz de no quedar atrapado, como siempre, en la pantalla del móvil, aunque sólo fuese por curiosidad. Quizá su mirada nostálgica le enseñase a recuperar la vieja costumbre perdida de mirar cómo huye el paisaje tras el cristal. Quizá… ¡Qué absurdo! Y siguió comiendo.
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