En esta maleta no cabe casi nada, piensa. Empieza a sacar. La vieja Lonely, el secador violeta. El Kindle. El paraguas del abuelo, un rizador de pestañas. La Samsonite, ahí entrará todo. Pero suda con la mecedora italiana. Cien unicornios blancos. Bueno, compraré una mayor, eso o renunciar al Wanda, sus personitas bostezando a la hora de la siesta. Trece maletas después, llora desconsolada. Ya caben hoteles con pulsera, la Universidad de los niños, dos fiordos noruegos, todos los Montes de Venus, tres anillos de Saturno, hasta el ego del poeta. ¿Pero cómo no meter un par de agujeros negros?
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