Podía saborear el amargo de esas palabras, podía sentir como la bala me atrapaba sin ya querer dejarme ir. No manaba sangre, no había lágrimas de agua que borrar, entonces el ruido desapareció, como desaparece la luna detrás de las nubes. Las montañas tristes lloraron toda la noche hasta que su gruesa capa de nieve cayó sobre mis heridas, llenándolas de diminutos copos de frío que yacían sobre mi piel. No había dolor, no había sentimientos, no había nada. Cerré mi vida con un último pestañeo.
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