La feria era uno de mis paseos de compras favoritos cuando era un niño. Me gustaba ir de la mano de mamá y recorrer las dos cuadras llenas de frutas y verduras. Era muy sencilla, muy de barrio, de esas que ya no quedan. Estaba ubicada en la calle Caseros al tres mil trescientos, en la ciudad de Córdoba. Lo más lindo era llegar al final porque allí estaba el carrito de churros de José. ¡Era el premio! Mi mamá compraba media docena de churros crujientes y rellenos de dulce de leche.
Don José era un hombre flaco, de piel oscura, al igual que su cabello y ojos; pero nunca le faltaba una sonrisa picarona. Me miró y me dijo: —¿Vos de qué cuadro sos hincha? —. En mi casa no se veía fútbol pero en cuanto le vi la remera azul y blanca supe que era de Talleres y se lo dije. —Muy bien, ¿y cómo nos dicen? —. Mi panza anhelaba desde el viernes pasado esos churros deliciosos y le dije gritando de la ansiedad: «¡MATADOR!». —Muy bien Tincho, te merecés uno extra. Ahí va la yapa para el camino, Matador —. Y me dio la bolsita con mi esperado tesoro. Mientras mamá pagaba, yo feliz mordisqueaba mi yapita. Así fui viernes tras viernes, creciendo y ayudando también con las bolsas; todo con tal de comer mi merecido premio. Don José se divertía haciéndome hablar; me llamaba Matador.
El tiempo pasó y con él nuestras costumbres, teniendo doce años nos mudamos y atrás quedó la feria de barrio; en su lugar teníamos una tienda muy prolija dónde comprar frutas y verduras. Además, dejé de comer frituras por los granos que arruinaban mi cara sin piedad. Era extraño, acá conseguíamos mercadería muy variada, la atención era educada, la verdura fresca pero todo se sentía… distante. En nuestra feria no faltaba el «Doñita, ¿Qué va a llevar? ¿Quiere probar la sandia? Está muy dulce, deje que el nene pruebe esa mandarina. Si lleva cuatro choclos, le doy dos de yapa». Y todas esas propuestas informales que veía allí; modismo propio que le da un encanto pintoresco al lugar.
Parpadeé y estaba en primer año de la facultad, atrás quedaron los juguetes y mi pieza estaba abarrotada de apuntes. Un día tuve que desviarme por un arreglo de la avenida en proceso y no tuve más opción que tomar el camino de nuestro antiguo barrio. La calle cortada, viernes, ¡la feria! Estacioné el coche de mamá y bajé emocionado. Recorrí la calle bastante rota y allí estaban todos: el huevero, la señora de las especies, y Don Pedro; que vendía las manzanas más deliciosas y jugosas que había probado. Fui parando y comprando, mi corazón se llenaba de esos olores que conocía desde mi más tierna infancia. Mi objetivo estaba al final: el carrito de churros.
Allí estaban haciendo fila. Cuando me tocó el turno, José mi miró y le sonreí: —Soy el Tincho, José querido, el Matador —. Y salió de su cabina para darme un abrazo, ya no era tan alto como lo recordaba. Y no me importó si me llenaba de aceite mi camisa, ¡estaba tan feliz de verlo! Me preguntó qué estudiaba, dónde vivía, y le compré la media docena de siempre. Después de tantos años ese sabor seguía siendo irresistible.
Hablábamos y yo comía con ganas, con nostalgia, mientras su esposa atendía a los demás clientes. Le prometí volver para sacarnos una foto. Quería también llevarle un presente. Un último abrazo y me dice: —Ahí va la yapa para el camino, Matador —.
Llegué a casa feliz y descompuesto, con un dolor de panza bárbaro. Pero no me importó. La semana siguiente empezó la eterna cuarentena por el Covid-19. Recién ochos meses después volvió a funcionar la feria. Le había comprado a José una camiseta nueva «de la T». Después de mucha búsqueda, seguía sin encontrarlo, pero allí estaba la esposa. Se la veía demacrada. Cuando le pregunté por él, mi pulso se aceleró y un dolor agudo en mi vientre se hizo presente. —El José está muy grave, con respirador —. Tomé los datos y me fui derecho al hospital.
Con máscara, barbijo, y el regalo en una bolsa, pregunté por él. Estaba muriéndose. Les supliqué que me dejaran verlo. Logré pasar, tal vez fue porque el guardia era demasiado amable, o tal vez por la angustia que traía en mi rostro. Firmé papeles, me puse la ropa especial y entré; tenía sólo cinco minutos. No me reconocía. Le hablé y le mostré la remera de Talleres, sonrió. La tomó con sus manos y se la dejó sobre el pecho. Me fui para no llorar. Me enteré luego por Ana, ahora viuda, que falleció esa noche. Él no sabía que tenía cáncer de pulmón, o no me lo dijo. Llegué desconsolado a casa. Me bañé y mi madre me abrazó fuerte. No pude tener su foto, ni él un entierro decente. Pero esperaba que su muerte hubiera sido en paz.
Los días pasaron y un viernes fuimos con mamá directo al puesto de churros. La calle estaba triste. Había menos puestos y menos gente; era tétrico. Ana afirmaba que seguro fue feliz con su camiseta nueva, que le había dado una gran alegría cuando me había vuelto a ver. Me sentí en paz. Mamá le dejó el número de su teléfono móvil, ¡Cómo no hacerlo! Al despedirme, con una leve sonrisa, me dijo: —Ahí va la yapa para el camino, Matador —. Y me dio un churro crujiente. Ésta vez no me cayó mal. En el camino sonreí al cielo y dije: «cuando haya partido, voy con la camiseta a gritar los goles. Te veo en la cancha, Matador».
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