De pasos y de afectos

De pasos y de afectos

Sofía Sisniega

11/01/2021

La distancia de un punto a otro es de dos kilómetros y 600 metros, de ida y vuelta, por lo cual, si se recorre dos veces, excede un poco los cinco kilómetros, en un tiempo aproximado de una hora.

Han transcurrido ya 9 meses desde el momento en que se determinó el confinamiento por parte de las autoridades sanitarias, y todo ha cambiado desde marzo de 2020 en esta ciudad.

Este parque lineal, ubicado en el boulevard Alvaro Obregón, nos ha acogido desde el primer día, y aunque a veces hemos dejado esta rutina nuestra de recorrerlo para olvidar un poco estos tiempos extraños, la gran verdad es que me acongoja un poco pensar que un día ya no volvamos.

Recorro los primeros metros, y no puedo evitar mirar hacia la puerta mágica de la casa a medio construir. Imagino la ilusión de sus habitantes al elegir esa puerta para que fuese parte de su hogar, todas las veces que se abrió para dar paso a visitantes, los halagos y sueños truncados de los planos de una casa que se quedó a medias… como quedó la vida en este año tan complejo.

Hoy se encuentran cerradas las áreas de juegos infantiles. No hay pequeños que suban y bajen por las resbaladillas de colores. No hay padres cuidando de los niños en el pasamanos, animándolos a divertirse lejos de los videojuegos y los equipos electrónicos. Hoy el silencio se acomoda donde ayer todo era bullicio y alegría.

Vuelvo la vista hacia el camino que me resta por andar, pero mi mente divaga cuando saludo al anciano que diariamente recoge basura. Observo los cubrebocas tirados sobre el pasto, las botellas de cerveza, la basura cotidiana que las personas desechan de forma distraída y obstinada, lo que eventualmente terminará generando inundaciones terribles como la de julio cuando el huracán Hanna llegó a la ciudad.

Y entonces la veo a ella, a María, una de las pocas personas que me hace sonreír cuando la encuentro. María con su falda larga, sus trenzas perfectamente peinadas, montada en su bicicleta en equilibrio impecable, sonriéndome y perdiéndose en la calle, tal vez rumbo a su trabajo. María es como un rayo de sol que se cuela por la mañana, es la desconocida que dejó de serlo para convertirse en esa amiga con quien anhelo tomar un café cuando pase esta pandemia.

Manuel está, como siempre, en el sitio del cruce de autos desde donde vende sus periódicos. Desde marzo nos saluda con afecto, y nos echa de menos cuando el clima helado nos impide salir a caminar. Hubo un tiempo que adoptamos un perro callejero, y con ayuda de Manuel, lo alimentamos con frecuencia. Pero el perro ya no aparece por ningún lado, y me he negado a preguntarle si sufrió algún accidente o encontró dueño.

He descubierto ese sentido de autoprotección que tengo, que me hace no indagar aquello que puede causarme más dolor del que llevo a cuestas.

Hoy es jueves, y es probable que los señores que recogen la basura en sus camiones se encuentren sentados en la banca de siempre, tomando su almuerzo. Es demasiado extraño observar la escena e imaginar un universo paralelo donde un grupo de amigos se reúnan para almorzar en su restaurante favorito mientras escuchan música instrumental de fondo. Solo que, en este caso, estos amigos almuerzan en una banca del parque, mientras el viejo camión de la basura toca de fondo música de reguetoneros.

Este día hay un personaje nuevo en este parque: doña Luisa. Sentada en una banca del parque, digna y pacientemente, su mirada se pierde mirando hacia la nada. Su rostro cansado, sus manos frágiles y rugosas, la observo rebasada por las ausencias y las carencias. Poco puede hacer para conservar la esperanza, por eso su cuerpo se va haciendo pequeño, se difumina su figura en esta fría mañana de invierno. Estamos a pocos días de terminar diciembre y no hay rastros en el horizonte de terminar con esta emergencia sanitaria que incluso a ella la tiene en riesgo de contagio. Doña Luisa suspira, nos mira de reojo tratando mas bien de ocultar su tristeza, y se sumerge nuevamente en sus pensamientos.

Hoy hace frío, y sin embargo, diviso a lo lejos a Martin, caminando tan despacio como su enfermedad de Parkinson se lo permite. Será su terquedad la que en esta mañana le motive a ejercitarse un poco en los aparatos del parque, o tal vez el hastío de saberse prisionero de su diagnóstico irreversible. Para Martín el virus no ha significado cambios drásticos, porque la vida ya le había cortado de tajo los sueños que tenía. El se ha quedado solo mucho antes de marzo, pero su espíritu invencible dirige sus pasos cada mañana hacia el parque, para volver a intentarlo, para no rendirse, aunque sea solo por este día.

¿Será que nosotros nos volvimos parte del paisaje? Una madre y un padre, caminando con su hija, empujando su silla de ruedas, a veces lentamente y en ocasiones intentando ganar la batalla implacable del tiempo… Daniela ha sido tan noble como su parálisis cerebral se lo permite. Se ha aburrido y emocionado ocasionalmente, pero es notorio que para algunas personas no ha pasado desapercibida, siendo la inspiración que buscaban para sobrellevar este tiempo de distanciamiento social. Porque ella y nosotros aceptamos la transitoriedad de la vida: los arcoíris y las tormentas forman parte de esta historia nuestra que hemos escrito desde hace 30 años.

Termino el recorrido y pienso entonces que mañana regresaré más temprano, más afable y agradecida por esta pandemia que me trajo hasta aquí. Tantos pasos, tantos kilómetros recorridos, tantas personas que siendo extrañas se volvieron cercanas, que se volvieron historias que acaricio cada noche, cuando sonrío y me digo: un día más, seguimos vivos.

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