Me despertó el grito de mamá. Lo primero que vi fue la ventana tras la cual posaba la calle soleada e inmutable, al igual que siempre. Mi hermana salió corriendo de su cuarto y el sonido de sus pasos se internó en el living. Segundos después, sus gritos se unieron a los de mamá. Me levanté, un poco de mal humor, mientras escuchaba distantes los reclamos de papá que pedía silencio para escuchar mejor. A mi cuarto llegaba de a oleadas el olor a café con leche y a tostadas. Mientras me ponía las pantuflas, escuché que en la televisión alguien hablaba de un hecho histórico. Tambaleándome de sueño me asomé al living y vi a papá sentado en el piso muy cerca del televisor, a mi hermana llorando en el sillón y a mamá que me miraba con los ojos derramados: “Levantan la cuarentena Martín, en dos días vamos a poder salir a la calle”.
“La calle… salir a la calle”. Traté de recordar en qué año había yo salido por última vez; fue imposible dar con la fecha. Sí recordé el viento frío, el olor punzante de la helada matutina, las hojas secas por doquier que a mi pesar no crujían por estar húmedas, el quilo de peras que le compré a la verdulera de la esquina, la chica del bar (tan bonita ella) que limpiaba la mesa fastidiada.
El desayuno transcurrió ameno entre sonrisas y medialunas hasta que papá, que había estado todo el tiempo pensativo, preguntó “¿Y cómo hacemos para salir?”. El silencio fue inmediato: mamá se puso muy seria, yo abrí la boca para decir que era cuestión de caminar hasta la puerta y ya, pero de sólo pensarlo me dio miedo, y me corté en seco. No habíamos olvidado la calle, claro, hablábamos de los viejos tiempos a diario, pero ya no sabíamos cómo volver a ese mundo. Mi hermana tomó la iniciativa: Escribió algo en el celular y lo dejó sobre la mesa; nos quedamos mirando el aparato hasta que la pantalla oscura y laqueada por fin se iluminó y la alarma de “nuevo mensaje” nos sobresaltó. Mi hermana leyó y nos dijo con una sonrisa de alivio: “Le pregunté a Marina qué iban a hacer y, según parece, están todos en la misma situación… pero están planeando juntar a todos los vecinos en la plaza; han armado un grupo, en unos minutos nos agregan”.
La organización no fue fácil: ¿Cómo convivir con decenas de almas aplastadas por el encierro prolongado en un espacio tan pequeño como un grupo de conversación en línea? ¿Cómo organizar una reunión al aire libre, cuando ya nadie sabía lo que el aire libre era? Después de horas y horas de mensajes, discusiones, conventillo cibernético, acusaciones, reflote de viejas rencillas, suspiros, y lágrimas frente a la pantalla, se llegó a la decisión de dejar todo en manos de un pequeño comité organizador conformado por los pocos que, por razones de trabajo, habían seguido visitando la calle durante el confinamiento. El dueño de la despensa, encargado de repartir las raciones en el barrio, fue nombrado director: Conocía a todos y, más importante aún, recordaba el camino hacia la plaza. Fueron también necesarios los servicios del profesor Martínez, cuyos conocimientos de cartografía le permitieron confeccionar un mapa.
El día del fin del confinamiento nos encontró amanecidos desde temprano, preparándonos para el encuentro con los vecinos. Veíamos en la tele que en otros puntos del país la gente se juntaba a celebrar. La calle nos esperaba allá afuera, inmutable. Mi hermana fue la primera en salir y yo la seguí apresuradamente; una vez afuera, el rigor del piso me señaló que había olvidado de cambiar mis pantuflas por unas zapatillas, si es que aún tenía. El sol incandescente no tuvo piedad de nuestras pupilas que luchaban por enfocar el mapa, apenas distinguible en la pantalla encandilada. Con los ojos apenas abiertos y entorpecidos por el revolotear intenso de mis pestañas, fui caminando, descubriendo y recordando: El pozo lleno de agua frente a nuestro edificio; el árbol frondoso que gustaba de inclinarse hacia la calle, por fin acariciándola con la punta de sus hojas; la familia de ardillas que pululaba en el jardín de Doña Blanca, crecida en número y bullicio; los carteles desvencijados de la panadería, que nuevamente nos regalaba su aroma a pan crocante; la ventana que enmarcaba la figura de Don Vicente, que tenía ahora el pelo demasiado blanco; las mesas del bar, enclenques y polvorientas, listas para que su chica las limpiara (¿seguiría siendo tan bonita?); el baldío lleno de gatos; el horrible, horrible galpón de las ambulancias. Los juguetes agolpados contra la vidriera de la despensa, el pino inmenso del Gordo Fernández, la carnicería del polaco, la canchita de fútbol, los perros, las cercas, las flores, y, finalmente, la plaza del barrio.
Aunque ya casi todos los vecinos se encontraban allí, más viejos, más hoscos, guardar el celular en el bolsillo nos fue difícil; ya nadie recordaba cómo iniciar una conversación casual. Estuvimos un rato mirando el piso como tontos, murmurando bajito, apenas por encima del canto de los pájaros. Me sorprendió que las baldosas de la plaza fueran tan ásperas. Cada tanto levantaba la vista para ver si la chica del bar estaba allí, o quizá Horacio, mi amigo, pero cuando mis ojos encontraban un par de miradas furtivas volvían a la comodidad de las baldosas. Alguien, por fin, visiblemente fastidiado dijo: “¡Bueno! ¡Y ahora qué!” En ese momento todos lo miramos: el haber encontrado un guía nos tranquilizó. “¡Si nos vamos a quedar todos callados, al menos vayamos a caminar! Quiero dar una vuelta por el barrio”. Hubo unos cuantos comentarios aprobatorios y en seguida formamos una columna desordenada que se puso en movimiento. Más allá de la plaza, la calle finalmente nos recibió haciendo gala de sus luces y sombras que ahora eran alteradas por nuestro ir y venir fluido, constante y tumultuoso.
OPINIONES Y COMENTARIOS