Curioso oficio el del hacedor de nubes. Sale todas las madrugadas a poner cada nube en su sitio, una detrás de otra, para que no se revuelvan como un etéreo rebaño.
En ocasiones, el turno del hacedor de nubes coincide con el del farolero, quien recorre todas las calles de su ciudad con más de diez mil cerillas en su alforja y una escalera bajo el brazo, y quien es buen conocedor de los bostezos que se dan cuando nadie los escucha. En ocasiones más que excepcionales, el hacedor se detiene unos instantes antes de empezar sus labores y observa cómo el cantinero y el noctámbulo se topan en una misma calle, haciendo coincidir sus turnos, para entablar conversaciones que nadie salvo un beodo y un dormilón ambulante podrían entablar nunca.
La peculiaridad de este oficio es que implica -por razones logísticas- mudarse a vivir a las nubes. Cualquier alternativa supondría un gran sacrificio de tiempo dado lo costoso de trasladarse diariamente a un lugar inconcreto del mundo, por lo que el hacedor presume de vivir en un entorno tan privilegiado que comparte código postal con los ángeles. Vivir en las nubes, a este hacedor no le costó demasiado reunir ese requisito para el puesto. En cambio, estuvo a punto de ser despedido en más de una ocasión cuando recién se incorporaba a la vida laboral, el motivo resultaba vergonzante para cualquiera que le haya precedido en el puesto: el hacedor de nubes no sabía cómo ejercer su oficio. Ya no decimos obtener creaciones de un blanco razonable o una mullidez adecuada, sino terminar su jornada habiendo puesto en el cielo algo sin riesgo a que pueda caer sobre las cabezas de la población local.
Al principio lo intentó con pañuelos arrugados, pues pensó que podrían funcionar a simple vista, pero tarde o temprano cualquier avioneta descubriría el engaño si volara alto en un día encapotado. Más adelante probó con blancos globos de helio, pero su duración en el aire era muy limitada, además los niños de la escuela abandonaban incondicionalmente sus aulas para jugar en el patio ante tan extraño fenómeno atmosférico. El hacedor de nubes creyó encontrar la solución en una feria estival cuando, siguiendo el dulce olor, descubrió una máquina capaz de hacer algodón con el azúcar, sin embargo, se frustró cuando la gente empezó a comprobar muy alterada que las nubes más próximas al puerto eran devoradas por las gaviotas. El hacedor necesitó tres semanas para hallar la solución a su frustración laboral, al observar que las personas -que dormían mientras su jornada- tenían la mente repleta de ovejas blancas y mullidas durante la noche.
La mirada del hacedor de nubes se iluminó por un instante, sólo necesitaba esquilar a los corderos más acuciados por el calor para obtener tupidas nubes de lana. Sería más blanca y más mullida de lo que las nubes han sido desde hace mucho tiempo y, además, no tenía por qué despertar a nadie si lo hacía con cuidado (es sabido que, para un soñador, no importa si las ovejas tienen lana mientras sigan saltando vallas).
Así fue como el hacedor de nubes se halló contento con tan ovina solución, y así que sólo hace falta mirar al cielo para ver cuánta gente ha soñado sin saberlo en la noche que precede a un día gris.
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