Las dos hermanas

Las dos hermanas

Dominique Sarr

09/01/2021

De calle, no hay ninguna. Sólo escaleras. Escaleras, que surcan de las lomas como quebradas. A veces, hay una rampa para las motos. A veces, una pequeña terraza en la cual puedan descansar las escaleras. A veces, sólo un sendero lodoso.

Del vecindario, las calles más cercanas están abajo, en Cuatro Esquinas, o arriba, en El Corazón.

Así que las escaleras, para todo el mundo, son «la calle».


Tenía su edad. Solíamos jugar juntos: corríamos, riendo bajo la lluvia, de una casa a otra.

Ya no sé a qué estábamos jugando. Puedo ver sus caras, algunas noches todavía puedo verlas riendo, sus dientes chispeando, sus labios reflejando el brillo del sol, su piel negra salpicada de manchas de luz y perlas de lluvia.

¿Por qué hablo de su piel negra? ¿Quién le prestaba atención a eso? Mis padres solían decir: «Nuestro color, hijo, es la miseria». En ese tiempo, no entendía lo que significaba. ¿»La miseria tiene un color»? quería preguntar.

Ahora sé lo que querían decir. La viví, pero ahora tengo un salario, una casa de ladrillos con baldosas y una ducha que corre hacia el desagüe.

Yasmina y Teresita eran del color de la miseria. Como nosotros. Y corrían, riendo bajo la lluvia, con gotas de sol en sus labios y reflejos de lluvia en sus mejillas.

Nunca pude vivir en otro lugar. Cuando un derrumbe arrastró nuestro cuchitril, tuvimos que irnos. Vivimos en Doce de Octubre por un tiempo. Cambiamos de loma, esa vez en el norte de la ciudad. ¿Qué me hacía falta? Nada. Todo. Tan pronto como pude, volví. Estaba en casa otra vez. Encontré mis escaleras. Encontré a los muchachos. Encontré a Yasmina y Teresita, riéndose de nuevo. A veces me despertaban por la noche.

Todavía puedo oírlas. En el espeso silencio de la noche, me despierto sobresaltado. Puedo verlas levantarse, una, con su mejilla roja, la otra, con su blusa roja. Corren y se ríen. Con un brillo de sol en sus labios y estrellas de lluvia en su piel negra.

Lo sé: estábamos jugando a la guerra. Oh, no siempre: a la rayuela, al fútbol, a las escondidas; hacíamos cometas con tela vieja e hilo encontrados en el basurero; y a la guerra. Estaban las dos hermanas, sus primos Damián y David, los hijos de la vendedora de arepas Guadalupe y Juancho, y mi propia hermana Liliana. Con mi escopeta toscamente tallada en una rama rota de mango, era un diablo. Machetes de cartón, revólveres de madera o viejas pistolas de plástico remendadas: las chicas y los chicos podían ser peores. “Cuando crezca, seré un guerrillero”. “Corta el rollo, solía decir mi papá, ¿no estás cansado de ver bajar los ataúdes?” Para él, milicianos, policías, paracos, soldados… no le importaba: era todo lo mismo, sólo eran los que llenaban ataúdes. O llenaban el basural de la Escombrera, cuando los botaban allá sin ni siquiera un ataúd.

Las escaleras eran nuestra casa; o nuestra casa era sólo un pedazo de escalera con un techo de hojalata, cuyos agujeros pasábamos tapando todo el tiempo. Sí nos metíamos, porque teníamos que obedecer. Pero dentro, seguíamos soñando con “la calle” y sus juegos.

Jugábamos y corríamos en una lluvia de balas. Y las madres empezaban a gritar. Cada vez que oyeran un tiroteo, salían como locas, nos llamaban, nos hacían entrar con sopapos.

Estaba enamorado de ellas. Como Damián, como David, como Juancho. Como enamora uno a los diez años. ¿Cuál de ellas? ¡Ambas, por supuesto! Se parecían tan poco y, sin embargo, tenían el mismo apetito por la vida, la misma alegría, el mismo brillo en su piel luminosa. Ser un guerrillero, y vivir en una casa grande con mi papá, mi mamá, Yasmina y Teresita. El porvenir me era agua tan límpida.

Esa mañana, sentimos que algo estaba pasando. Que sería un día en el que mi papá no bajaría a empujar su carreta de legumbres, en el que no nos enviarían a la escuela, en el que no se escucharía el gruñido de las busetas en Cuatro Esquinas. Cuando abriera la puerta, mi padre levantó los ojos hacia El Corazón y gritó. «¡Dios mío, enviaron los tanques!” Corrimos y vimos el dragón de acero allí arriba. Mi padre se apresuró a ir comprar a la tienda antes de que empezaran balaceras.

El sol empezó a subir. Se convirtió en una pesadilla. Corrían y gritaban y disparaban y acosaban y se encuevaban. Dos halcones negros volaban arriba de nuestra carne y ametrallaban acá y allá. El cañón de los tanques lanzaba obuses con un sonido infernal… Un segundo o dos después se oía colapsar una pared o una casa y se veía volutas de polvo en el cielo.

Unas mujeres empezaron a agitar sábanas o pañuelos en las ventanas, y luego se atrevieron a dejar las casas con sus paños resplandeciendo bajo el sol de mayo. Habían aplazado el terror.

Pensaron que se había acabado, que podían ir a ver si todos estaban bien. Ya no tenían miedo, corrían y se reían. Pues reapareció un halcón negro en el cielo, se volvió arriba de nosotros. Habían visto o creían haber visto disparar un miliciano de este lado.

No fue tanto la salva de ametralladora que oí, estábamos acostumbrados: fue el grito de su madre, lo que me arrancó el corazón. Paré la oreja por allá, corrí sin escuchar a mis padres voceando.

Estaban acostadas, una, con su mejilla roja, la otra, con su blusa roja, y un líquido rojo empezaba a correr por los escalones. En sus labios se reflejaba un brillo soleado, en su piel negra nuestras lágrimas de lluvia.

Medellín, 31/12/2020

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