Metidos en pleno invierno y con el inicio del nuevo año, los días pasan lentos y a la vez casi sin sentir. Oscurece demasiado pronto en estas fechas y los días parecen acortar su duración real. Nos levantamos con el día aún anochecido e iniciamos el sueño antes de tiempo pues la negrura del cielo, el frío helador y el toque de queda invitan a regocijarnos en nuestra cueva casera libres de intemperie y protegidos al calor de los nuestros.

Llevo dos años viviendo en mi nuevo barrio, en un pisito sencillo, luminoso, abierto al exterior y en una zona lo suficientemente apartada y comunicada con el centro como para hacerme sentir parte de la zona residencial del pueblo. Amplios espacios verdes me rodean y poco a poco voy formando parte del entramado callejero de estos lares.

Integrarse en la novedad no es tema baladí. Has de convivir a diario, participar en asuntos públicos diversos, parlotear con el vecino desconocido, dejarte ver de vez en cuando y ser respetuoso y educado con el prójimo, como si esto fuera un mandato divino.

En estas épocas que corren las conversaciones no son muy proclives. Los ciudadanos protegemos nuestra salud de posibles contagios amparándonos en nuestras máscaras permanentes y algunos, por miedo desmedido, no se atreven siquiera a abrir la boca y menos a propiciar un contacto por higiénico que sea.  Sin embargo todos estos meses de encierro parecen habernos congelado las emociones, rozando un modus operandi que se ha ido transformando en una tediosa rutina. Los sentimientos encorsetados, en ocasiones, no saben ya donde esconderse y nos delatan: un abrazo inesperado, una sonrisa amplia sin cubrebocas, una caricia decorosa y un «lo siento» que no debe de hacernos sentir culpables ante estos ademanes afectuosos frente a la gélida realidad que nos ha marcado esta pandemia. Pero tenemos que seguir siquiera «sobreviviendo» mientras que la situación no mejore y quiero pensar que nuestro comportamiento sigue siendo responsable la mayoría de las veces, pese a asistir a diario y de forma consciente a la fractura de las normas impuestas. 

Por supuesto y cada vez con más ansia deseo dar paso a la primavera, y que la luz del sol nos embriague; deseo sacudirnos las telarañas de esta soledad impuesta y que los diálogos sean desde el corazón tras estas vivencias tan íntimas y tan necesarias al mismo tiempo; deseo poder gritar al viento que aún sigo viva y que la mortandad de mi persona se irá diluyendo para dar paso al regocijo y la ilusión por reinvertarme; deseo liberarme de las cadenas que oprimen mis actos esporádicos por la querencia de compartir mis sueños; deseo fervientemente que las voces de los niños no se apaguen nunca y disfruten como locos del parque de juegos que oteo desde mi terraza; deseo revivir tantos recuerdos…..

Este barrio con o sin pandemia no será el mismo que el que recuerdo de antaño. No. Simplemente es otro, diferente. Otro que entre todos podemos mejorar.

Aquel barrio de entonces, aquel donde me crié lo tengo grabado a fuego en mi memoria y no pretendo pecar de exaltar el pasado, tan solo evocarlo para contrarrestar la tristeza que de algún modo ha germinado en todos nosotros en este tiempo.

Como un torbellino me asalta aquel paraíso feliz,  la algarabía en las tardes de verano corriendo y gritando sin parar, las carcajadas entre juegos inocentes, la energía a raudales de nuestra juventud, el optimismo de aquel presente lejano y con morriña el recuerdo de aquellos preciosos años que se fueron para no regresar jamás.

Envidio aquella familiaridad vecinal tan amplia, todos conocidos de todos, madres y padres de quita y pon de aquellos infantes con devoción de barrio propio. Nada pareciamos necesitar fuera de los márgenes de nuestro espacio vivencial donde todos tenían cabida y donde la diversión estaba asegurada.

Aquel colorido generacional lo pintamos los niños y niñas de los barrios, de las calles, sin tecnología alguna, con nuestros cerebros ideativos e inocentes, sin ansiar más de lo que ya nos hacía felices, compartiendo aficiones con el grupo no sin algún berrinche tan inesperado, como olvidado.

Es obvio que esta sociabilidad espontánea y generosa ha ido desapareciendo a fuerza de mala costumbre. La sociedad nos ha ido cambiado, todo lo «moderno»  nos ha individualizado más si cabe y nos ha vuelto más competitivos restando tiempo de oro a nuestro ocio. La sociedad ha envejecido y mantener a nuestros mayores más tiempo entre nosotros es un logro de los avances sanitarios pero a la vez nos ha responsabilizado de su cuidado perpetuando nuestro ancestral modelo unifamiliar.

Si estos meses de continencia social nos han hecho reflexionar sobre los valores emocionales a practicar, solo espero que al término de este período no volvamos a las andadas y tratemos de recuperar el tiempo perdido. Es fácil olvidarnos del sufrimiento si las condiciones mejoran, pero no deberíamos. Deberíamos aprender la lección.

Todas las noches sueño, con parques llenos de flores vistosas y olorosas,  cielos azules inmensos,  mares de plata brillante, fuertes  abrazos compartidos,  actitudes humanas empáticas, muchos besos sentidos y una profunda gratitud por seguir aquí viviendo que no sobreviviendo, tratando de recomponer el mundo, el país, el pueblo, las calles, el barrio, Mi Barrio, el patio de mi casa y mi propio universo interior.

Este consuelo me queda y anhelo con toda mi alma que así sea. Está en nuestras manos poder llevar a cabo un cambio que renueve nuestro sistema vital que camina por la cuerda floja.

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