LOS OLORES DE MI CALLE

LOS OLORES DE MI CALLE

-Me alegra que estés disfrutando de tu -tan añorado- viaje. Llevas casi seis horas de intenso disfrute, supongo. Yo tengo la pierna derecha dormida y la izquierda acalambrada. Y no hablemos de mi trasero, ese está plano. No sé si podré volver a caminar. Desde luego no quiero volver a conducir en un par de días. ¡Y qué cantidad de monte! Espero que tu pueblito valga la pena.

-Bueno, bueno. Tranquilidad. Ya casi llegamos. Ya verás qué lindo es, pasaremos el resto de la tarde paseando por sus callecitas de piedras aromáticas. Una buena caminata después de tanto confinamiento, me parece un lujo.

-¿El resto de la tarde? Pero si dijiste que sólo tenía dos “callecitas”. Yo lo que quiero es tomarme un buen cocido.

– La tía Concha, seguro lo tiene listo. Y sí, sólo son dos calles, pero no paran de hablar. Están llenas de casas de piedra en diferentes tonos de grises dependiendo de su edad, con grietas por donde salen hatajos de verdes y huele a Laurel; ventanas custodiadas por persianas blancas que no dejan de hacerte guiños, y puertas abiertas en tonos castaños, pardos y rojizos como tabletas de chocolate impacientes por ser devoradas. Y los jardines, siempre compartiendo sus olores amarillos, rosas, malvas…

-Pues a mi sólo me huele a estiércol de vacas, que por el tufillo seguro son verdes; a granjas de cerdo que, con esta fragancia, yo diría que rosados ya no son; a ovejas castañas o rojizas recién esquiladas y gallinas malvas desplumadas. ¡Puaj! No sé yo, si con todos estos colores podré comer. Espero que el cocido no sea tan colorido.

-Bueno, esos eran algunos de los olores que sentía cuando era niña y veníamos al pueblo. Dormía todo el camino, pero sabía cuándo estábamos llegando por el fuerte olor a cerdo de la granja del tío Juan, quedaba justo saliendo de la carretera principal. Era la señal. Ese olor me despertaba enseguida. Hoy, esos “malos olores” que tú mencionas, me despiertan los recuerdos.

-No, malos no, horribles.

-A mí me huele a leche fresca recién ordeñada, a chorizo ahumado, a lana calientita, a huevos revueltos y a filloas.

-Tú sentido del olfato tiene mucha imaginación.

-No, imaginación no, memoria. Después de la granja, venían los demás olores. ¿No los sientes? Acabamos de pasar el aserradero y olía a pino y roble recién cortado. Esta casa amarilla a la derecha, es la casa de Susana, siempre huele a dulce, a manzanas, peras, higos, membrillos y duraznos. Le encantan las frutas. Ve despacio que tiene la ventana abierta. Huele a membrillo recién hecho y todavía caliente. ¿A qué te huele ahora?

-A un plato lleno de cocido con bastante chorizo, muchos garbanzos, unas cuantas patatas, repollo y un buen trozo de jarrete de ternera. Bueno, y muy a lo lejos huele un poquito a cachucha y lengua de cerdo. Y lacón. Qué hambre, madre.

-¡Qué pesado! Ve despacio por favor. Mira, la casa blanca con techo negro aquí a la izquierda, es la casa de Nuria y huele a romero, tomillo y laurel, y al lado está el viejo pajar que convirtieron en bar. Cierra los ojos y siéntelo, huele a vino, a roble, a licor café, a orujo de hierbas.

-Sí, vamos a llegar rápido si cierro los ojos. A mí me huele a vinagre, se les picaría una barrica. La verdad da un poco igual, deben tener más de las que necesitan. Espero que la casa de tu tía también huela a vino, roble y orujito de hierbas, con eso me conformo. El licor café para la próxima.

-Ya casi llegamos a mi calle. Esa es la fuente y justo al lado está el horno. Esas que acaban de entrar son Doña Remedios y Doña Amelia y llevaban leña y piñas. Están horneando. ¿Sientes el olor?

-No me huele a nada. Pero espero que tu tía también haya horneado hoy, un buen pan de centeno con el cocido, ya sería lo más de lo más.

-A mí me huele a piñas ardiendo, leña crepitando, fermentos, y a las empanadas de zamburiñas doradas de Doña Remedios. Ya llegamos.

-¿Cuál de las dos calles?

-Coge la calle de la derecha. Está igual. Las piedras desiguales y los cantos separados eran el terror de nuestras bicis y de mis rodillas. Todas las tardes nos sentábamos en aquel lomo que hace la calle al juntarse con el muro de la casa de Doña María, y mi tía nos llevaba rosquitas para merendar. Todavía huele a anís. Ve despacio.

-Despacio nada, que el cocido se enfría. ¿Crees que tengan vino de esta vendimia?

-Siempre tienen vino. Mira, en la esquina hay dos bancos de piedra. La calle permitió que los instalaran cuando las bicis dejaron de interesarnos, no quería perdernos. Y ya grandes, nos quedábamos aquí hasta el oscurecer con un vinito entre las manos y sin nudos en la lengua. Las piedras se volvían color naranja, de pura vergüenza. Huele a uvas

-¿Cuánto falta?

-Poco. Estos son los manzanos de mi tía. La calle siempre los dejaba a su aire y en compensación ellos la llenaban de regalos rojos, casi perfectos. Siempre cumplían sus promesas, a veces más y a veces menos.

-Pero, ¿llegaremos hoy?

– Llegamos. Es la casa de la derecha, donde relucen las piedras con aroma a romero y perejil. Qué recibimiento.

-¡Ummm! Huele a grelos.

-Huele a callecita buena.

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