Aceite a granel

Aceite a granel

Lo había pensado mil veces: «Si volviera del colegio con los ojos cerrados, sería capaz de adivinar el momento exacto en el que llegaba a mi calle» y era porque apestaba a alpechín de una punta a la otra. Ese inconfundible tufo amargo y pegajoso que se mezclaba con el aire para impregnarlo todo, tenía su origen en un pequeño despacho al público atendido por un hombre malencarado al que mis amigos y yo apodábamos El Conde Drácula o solo El Conde si queríamos abreviar. La imagen de ese hombre se repitió en mis pesadillas durante mucho tiempo: desde aquella tarde que conocí el verdadero motivo por el que ningún vecino de la calle tenía relación con él, hasta que años después, aquellas instalaciones fueron demolidas para construir varios bloques de viviendas.

Fue una tarde de finales de primavera. Yo tenía doce años y jugaba con mis amigos a patear un balón en el ensanche de la calle Almazara, junto a un pequeño jardín donde mi abuelo charlaba con otro viejo en uno de los bancos. Alguno golpeó la pelota con tal fuerza que les pasó por encima y quedó atrapada entre las adelfas que se encontraban tras ellos. Sus miradas de reproche nos dejaron paralizados hasta que decidí correr el riesgo de acercarme.

«Podéis jugar en otro sitio ¿no? Donde el muro… por ejemplo, que tenéis hasta una portería», dijo mi abuelo. En realidad, aquello no era una pregunta. Ni siquiera era una sugerencia, sino que se trataba de una orden explícita. Me adentré entre los arbustos y cuando tenía el balón en mis manos, oí decir a mi abuelo algo que atrajo toda mi atención: «No es que el aceite que vende sea malo, sino que está manchado de sangre».

Devolví el balón a mis amigos y les dije que debíamos marcharnos de allí, pero me despedí de ellos con la excusa de que necesitaba pasar por mi casa. Quedamos en vernos en la parte trasera de las viviendas donde estaba el muro. En cuanto los perdí de vista regresé para ocultarme entre las adelfas, donde oí parte de la historia que contaba mi abuelo: «…hará unos diez años, una noche, la Policía se presentó en nuestra calle. A escondidas, vi cómo sacaban de su casa a la pobre Emilia y a su marido para meterlos a la fuerza en un camión. Después fui testigo de cómo un tipo exigía al Jefe de Policía el cumplimiento de lo convenido. Tuve la impresión de que no era la primera vez que hacía algo así. Nosotros conocíamos a Emilia de toda la vida e intenté averiguar qué había sido de ellos. No lo conseguí, pero unos días más tarde, Emilia vino a nuestra casa para despedirse. Nos contó que lo habían perdido todo después de que alguien denunciara con falsedades a su marido, por cuestiones políticas, y que lo habían fusilado. Ella y su marido eran los propietarios de la fábrica de aceite, gracias a un pequeño olivar que Emilia heredó de sus padres. A las pocas semanas apareció por aquí el hombre que aquella noche vi hablar con la Policía, convertido en el nuevo dueño de la fábrica. El mismo que desde entonces despacha el aceite a granel. Yo me encargué de que todos supieran…».

No quise oír más. Estaba muerto de miedo, me temblaban las piernas y por un momento pensé que los latidos de mi corazón se oían en toda la calle. Conseguí salir de allí sin hacer ruido y corrí hasta donde me esperaban mis amigos para unirme al juego.

Aunque deseaba con todas mis fuerzas olvidar lo que había oído, aquellas palabras de mi abuelo martilleaban en mi cabeza una y otra vez. La rabia hizo que golpeara el balón por encima del muro. Suponía que al otro lado encontraría los patios traseros de las viviendas de mi propia calle y me encaramé a la parte superior. El balón estaba en el centro de una explanada donde no vi a nadie que pudiera devolverlo fuera, por lo que decidí saltar hasta un pasillo metálico, por el que recorrer los metros que me separaban de la escalera soldada a uno de aquellos depósitos. El desagradable olor a alpechín era aún más intenso que en la calle.

En el mismo instante en el que recogía el balón apareció El Conde. Llevaba un palo en la mano y comenzó a perseguirme mientras maldecía en voz alta y gritaba: «¡Maldito ladrón! ¡Te mataré!». Corrí con el balón en las manos e intenté arrojarlo al exterior para poder subir por la escalera, pero cayó en el pasillo metálico y comencé a subir aterrorizado. El Conde intentaba darme alcance. Llegué al pasillo y seguí corriendo para llegar al sitio por el que podía descender hasta la calle, cuando me detuve por el fuerte golpe que escuché a mis espaldas. Miré atrás y El Conde había desaparecido. Recogí el balón y retrocedí hasta el único depósito que se encontraba destapado. En el fondo, inmóvil, estaba El Conde. Tras reanudar la huida hasta llegar al lugar exacto del muro, lancé el balón y me descolgué hasta el suelo, donde recibí el aplauso de mis amigos que me esperaban ansiosos. Unos minutos después dejé de jugar.

De regreso a casa, encontré a mi abuelo en el jardín. Estaba solo y aproveché para, entre lágrimas, confesarle con todo detalle lo sucedido en la fábrica. Cuando terminé, él se limitó a decir: «Olvídalo. Será mejor para todos».

Al día siguiente el local no abrió sus puertas y tampoco los días posteriores. La opinión mayoritaria entre los vecinos fue que terminó por cerrar porque era un negocio ruinoso, aunque fue cogiendo fuerza la versión de mi abuelo, que aseguró haber visto cómo El Conde huía de madrugada, a hurtadillas, tal vez por miedo a sufrir venganza por sus crímenes.

El despacho nunca volvió a abrir y poco a poco el olor a alpechín se fue desvaneciendo. Con los primeros calores, atrofiados como tenían el olfato, ningún vecino prestó atención al nauseabundo olor que durante unos días invadió de nuevo nuestra calle.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS