Mi calle es la número 19, de una pequeña ciudad colombiana, la mayor parte del tiempo el clima es cálido, porque estamos cerca al río Cauca, al caer la tarde salimos ( quienes estén en casa, hermanos, hijos, tía, primos, amigos) a un pequeño espacio que alguna vez fue un frondoso jardín, buscando algo de brisa, siempre transitan vecinos y desconocidos que saludan, algunos con su tapa bocas bien puesto, otros muy tranquilos como si nada estuviera pasando, incluso yo salgo a la tienda de la esquina y olvido al maldito, pero a pesar del aviso en la puerta: “ no se atiende si no trae tapabocas”, obtengo lo que necesito desde la distancia, la policía pasa de lejos, ante la pequeña aglomeración, saludan, y por qué no, disfrutan de un refresco que mi madre sale a ofrecerles. Pocas veces nos vemos sobresaltados por eventos que irrumpen la rutina, como el día que una mujer pasó corriendo y gritando: ¡cójanlo, cójanlo! un motociclista al escucharla, agarró al hombre de la camisa instintivamente. Ante tal algarabía salimos a la calle, y pudimos ver que no parecía un ladrón, o delincuente, por el contrario, estaba muy bien puesto y arreglado, al acercarnos nos enteramos que era un paciente psiquiátrico huyendo de las terapias, su enfermera trataba de rescatarlo. A pocas calles queda un hospital y es usual el tránsito de pacientes y enfermeras, no siempre en persecución.
Durante todo el año nos han hablado de los cuidados, los protocolos, las restricciones, lo cual no ha sido impedimento para que mi vecina, se arriesgue a cruzar la calle, como lo ha hecho desde que enviudó, hace ya mucho tiempo, a pesar de todas sus complicaciones de salud, la cita es a las 10 de la mañana, espera atenta a que mi madre abra su ventana para acudir a la hora del café. La conversación mañanera con su amiga no la postergará ninguna pandemia, los temas van desde la medicina natural, política nacional e internacional, hasta las últimas novedades de hijos y nietos, ríen y a veces lloran, se levantan de la mesa despidiéndose, algo olvidaron, tal vez una última recomendación, en ese entrañable pedacito de cemento, permanecen atoradas un poco más. Este espacio ha sido testigo de tantas navidades, ahí confluían vecinos y familiares para abrazarnos y compartir una copa de vino, o un trago de aguardiente, por el contrario, la última noche de año nuevo estuvo pasada por agua, lo que parecía un mandato divino para que los parranderos no salieran, sin embargo, algunos quemaron sus muñecos y explotaron ruidosos cohetes de colores. Por un momento la sala estuvo llena de familiares, la cena fue servida temprano, por lo del toque de queda, hubo abrazos inevitables, el borracho que lamenta la pérdida de un ser querido, otra víctima del virus, y sorprendentemente la hija que nunca tenía palabras, esta noche se inspiró con una sentida oración.
Las noticias tormentosas de cada día no impidieron que cualquier tarde saliera a recibir algo de brisa, y poco a poco se unieran otros para comentar cualquier cosa, reírnos del vecino que pasa y se choca con la necia mata de nopal que se va escapando sobre la reja. Como también percibir el paso de la pobreza que va callada y cabizbaja en los vendedores de verduras y frutas, arrastrando sus carretas, quemados por el intenso sol, anuncian sus productos con un megáfono: ¡aguacates, piña, limones! gritos que se cuelan en las reuniones virtuales de trabajo, motivo de risas entre los asistentes, de la fe, en los ojos de la muchacha que carga a su hijo en un cochecito, ofreciendo cargadores para teléfonos celulares y diferentes accesorios, y de la misericordia de varios vecinos que salen a comprar. Pasa la esperanza todos los días en ese chiquitín que casi muere al nacer prematuro, tomado de la mano de su abuela, riendo, buscando juego al pícaro de mi sobrino de tres años, quien es nuestra mayor alegría, aprendió a manejar su pequeña bicicleta en esta calle, y todos salíamos corriendo a aplaudir su nueva hazaña, me asombro al verlo sentado tomando café, cual viejo que participa de la conversación, y saluda a los vecinos con tal formalidad y correctas palabras.
¿Salgo de mi distracción para poner mis ojos en el rostro de mi madre que está triste y angustiado, por qué? suele barrer la calle cuando baja el sol, recoge las hojas secas que caen de los gigantes almendros de la casa de al lado que crecieron sin permiso, sin que nadie lo notara, hasta cubrir mi balcón, los años fueron doblando un poco a mi madre, conforme crecían los almendros, pero eso no impidió que saliera a recoger las hojas secas que viajan con el viento día a día y llenan el frente de nuestra casa, se culpa por el sufrimiento de un hijo, se pregunta qué hizo mal, si pudiera daría su vida por no verlo decaer, suspira, en silencio se sienta en el tronco pegado a la ventana, saluda a quien pase, sonríe, pacientemente escucha sus historias, descansa un poco, y prepara cualquier cosa en la cocina para no pensar. Quisiera tener una varita mágica para evitarle ese dolor, intento animarla, voy hasta la panadería por pan de yucas para acompañar el café ¡están calientes, y crujientes, que delicia!
Afortunadamente nuestra casa pocas veces cerró su puerta, como tantos habitantes del planeta tuvieron que hacerlo, nunca perdimos la conexión con nuestro entorno inmediato, representado en las personas que pasan y el recuerdo de las que partieron, la incertidumbre de estos días no pudo arrebatarnos la risa, ni la posibilidad de un breve encuentro bajo la sombra de los ébanos, testigos de tertulias, despedidas, bienvenidas, jolgorios, y tristezas. Mi bella madre es la que menos tiene miedo a la muerte, claro está, que evita a toda costa salir más allá de su radio de acción con la escoba, es su costumbre estar siempre para todos, con la tetera lista para preparar un café y compartirlo.
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