Crucé el portal de salida del hospital. Sentí el aire cálido de la calle rozándome la cara. Una caricia dulce, húmeda. Todavía sentía en mi nariz el olor a desinfectante. Corrí, escapando del aire acondicionado y estéril de la sala de espera.

Roberto me estaba esperando en el café de siempre cuando llego. Miro alrededor y veo que todas las mesas contra los ventanales están desocupadas. Él está en una mesa contra la pared. Hay otra parejita unas mesas más atrás con dos chiquitos jugando alrededor de ellos mientras ellos hablan. “Hablan de trabajo” pienso.

–Y… ¿Qué te dijo el médico? – pregunta, mientras revuelve una y otra vez el azúcar ya disuelto. No respondo. De la cocina se escucha el chillido de las ollas golpeando una contra otra, el clin clan de platos y cubiertos que salen del lavavajilla, y risotadas que responden a alguna broma de mal gusto. Miro hacia la pared, siempre igual, siempre sucia con manchas de humedad. Me recuerda a una historia que leí de Horacio Quiroga. Cuelgan de ella algunas fotos enmarcadas en vidrio engrasado por el pasar del tiempo y el poco aseo. Yo ya las había visto detenidamente en otros encuentros de amigos. Una foto era del dueño del restaurante abrazando a un muy joven Rodolfo Ranni. No reconocía a ningún otro. Me causa gracia, que al único actor que reconozco es el actor que peor actúa y jamás recuerda sus líneas. Me pregunto por qué sigue actuando.

Me da asco comer en este café.

Roberto sigue con los ojos fijos en la espuma del café; debe estar frio.

Cuando el mozo viene, le digo que quiero una Seven up y una pastilla de cianuro. Un poco confundido me dice que no tienen. Se va encabronado.

– ¿Será la Seven up que no tienen? – le pregunto a Roberto.

Roberto pone unas monedas sobre la mesa. Se levanta de la silla.

–Volvamos a casa – dice. No aprecia mis bromas ácidas.

Ya en la calle veo el quiosco de diarios. Giro mi cabeza. No quiero leer los grandes titulares. No tengo lugar para sentir más tristeza.

— Flores, Flores, Jazmines, Rosas – grita la vendedora del quiosco de flores unos pasos más adelante. La sombra de los edificios nos sigue.

Caminamos hasta la entrada del subte y una ola de aire caliente con el típico olor del subterráneo nos recibe a su entrada. El agujero oscuro de la escalera nos traga mientras bajamos escalón por escalón.

–No pueden hacer nada – finalmente respondo al llegar a la plataforma poco iluminada.

Roberto agarra mi mano y me aprieta muy fuerte. Justo un tren entra y el viento y el rechiflar de los frenos hacen un ruido infernal. No logro escuchar lo que dice Roberto. ¿Dijo algo? En el tren un hombre con la guitarra al hombro canta Let it be de John Lennon. Desafina y creo que está borracho. Quizás yo también estoy embriagada. Estoy consciente que respiro. Dejo que la música, aunque rota, me envuelva. Le dejo un billete sobre el sombrero. Inclino mi cabeza sobre el hombro de Roberto y cierro los ojos. “Esta noche va a llover” pienso.

–Podemos adoptar – repite. Algo dentro mío despierta. Lo miro tiernamente y sonríe. ¡Él también lo quiere!

Al salir del subte veo el cielo despejado, huelo el olor de café y de chocolate de un negocio de Alfajores Havanna. Caminamos unas cuadras hasta nuestra casa. El sol refleja sobre la manija de bronce lustrada de la entrada. Un rayo de sol cruza el umbral y calienta mi cuerpo por unos segundos. Me detengo a ver las miles de partículas que flotan en el aire, como si el sol quisiera señalarlas para darme una lección. No son todas iguales, pero todas se mecen en el aire.

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