La convocatoria resultó un disparador inmediato en mi memoria emocional.
La cuarentena por pandemia, prolongada en este país (Argentina), provocó distintas reacciones en mi cuerpo / alma.
Mientras pedía, desesperadamente, provisiones a domicilio; en paralelo, inicié largas caminatas (repetidas durante meses) por el interior de mi actual vivienda
, en mi actual ciudad. Que no es la calle de la que quiero hablarles, sino que mis pasos evocaban la calle de la casa de mi infancia, en la ciudad de Bahía Blanca (ciudad natal)
, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.
En la calle Blandengues a la altura del doscientos sesenta y nueve, estaba y está la casona, que aquí muestro (en foto de Google Maps
. No pude tomarla yo porque ahora resido en otra ciudad y en otra provincia argentina (Río Cuarto, Córdoba). Me hubiera encantado, pero me separan más de ochocientos kilómetros).
Guardo el aroma y la rugosidad de sus veredas, los distintos olores de cada una de las viviendas, contiguas a la mía. La de la señora modista, por ejemplo, que siempre emanaba un penetrante olor a distintas comidas, especialmente guisos.
Por la misma calle Blandengues
, caminando hasta la altura del trescientos, llegaba a la maravillosa para mí, casa de mi abuela materna vasca.
¡Aquí la tienen, un palacio en mi corazón de niña!
Cruzar esa calle fue mi primera caminata autónoma, entonces sin el asfalto de hoy, sino cubierta de abruptos y puntiagudos adoquines. Es la fachada de la casa de Gerarda, a quien le tocaba el timbre todas las mañanas alrededor de las ocho y diez, de ida y paso hacia la Escuela Número Tres Bernardino Rivadavia
, donde transité mis estudios primarios. Al terminar la jornada escolar, al medio día, volvía a tocar el timbre. Y allí ella aparecía por entre los barrotes de la puerta, acalorada por estar cocinando, a regalarme su sonrisa y su amor infinito en un beso.
El frente de las moradas, los impecables umbrales de mármol blanco, los árboles y las plantas de viviendas con jardín adelante, dieron color, textura y contexto a mi niñez.
Paredes rugosas (algunas de piedra, otras de un rústico revoque), muchas puertas y portones de hierro, balcones y ventanales sobre cada garaje, eran las características de la construcción de la época.
De la casa que lindaba con la nuestra, asomaban ecos y sonidos musicales durante largas horas del día. «Ella es profesora de piano», decían los vecinos. Y yo muy pequeña, sabía de memoria cada nota del «Para Elisa» de Beethoven.
Conocía ladrillo por ladrillo la cara de cada hogar y a sus dueños: La señora que reparaba las «medias de nylon» femeninas, la que enceraba sus pisos y, desde el zaguán, te hacía calzar «los patines» para no rallar el embaldosado; la venta de muebles usados…donde vivía Susy, una de mis mejores amigas; los padres de un futuro médico, que estudiaba con el balcón abierto, y yo visitaba muy a menudo.
La Sociedad Italiana en la esquina, con su salón de fiestas, adonde íbamos con mis hermanos los sábados por la noche (fiestas de casamiento), a simular ser invitados y servirnos bocaditos dulces.
¡Ahhh cruel e interrogante pandemia, que en mis diarias caminatas por dentro de mi domicilio recreaste mi infancia, su calle, su vereda ajedrezada, sus árboles…sus vientos portadores de olores a costumbres y culturas diferentes (nuestras raíces inmigrantes). La proximidad confiada de un vecindario familiar, de un camino a descubrir y, a la vez, tan conocido!
Plasmo aquí, con emoción, el mágico e inolvidable recorrido desde mi vivienda hasta la casa de mi abuela Gerarda, poeta, imaginativa, creativa…de transparentes ojos celestes, venidos del País vasco…
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