—¡Se fue por allá! —señala Raúl hacia la esquina que va al centro de Casanova. Se escuchan corridas y gritos de hombres, mayormente puteadas. En un momento un disparo; al otro día íbamos a saber que había sido el Chulo que al querer correr con la escopeta se le escapó un tiro.
Nosotros adentro nos quedamos helados porque sonó al lado de la ventana; nuestra casa es de esas que están casi pegadas a la vereda; lo que ocurre en la calle ocurre casi adentro también.
—¡Está arriba de los techos! —dice una voz que no reconozco.
—¡No salgan! ¡No salgan! —grita alguien más.
Las corridas ahora van hacia la otra esquina y las pisadas se oyen como en el living de la casa, en donde yo miraba la tele cuando empecé a escuchar el quilombo —una vez más— en la calle. Es que cuando no es un chorro (como en este caso que quiso afanar al vecino mientras entraba la camioneta) son algunos pendejos en pedo peleándose vaya a saber porqué, o dos vecinos que discuten y terminan yéndose a las manos porque sus hijos se pelearon y acá todos «se paran de manos«, para no ser menos que el otro.
El living se llena de una luz azul cuando llega la policía (tarde para variar) y algunos gritan: —¡La lancha! ¡Cayó la lancha!
Muchos prefieren evitar ese contacto, y abandonan el fallido linchamiento. Ninguno usa barbijo o tapabocas, tampoco los policías. La «lancha» da un par de vueltas a la manzana y nunca regresa, entonces los vecinos vuelven a correr por la calle de acá para allá, diciendo que el chorro está en los techos y que lo van a reventar, que parece que son dos. Lo más probable es que el tipo (al día siguiente supimos que en realidad era uno sólo) ya se haya rajado para el lado de Marconi, la avenida que le da salida al fondo de Castillo, en donde todos estos «porongas» que juegan al policía y al ladrón no se van a meter ni en pedo. La persecusión dura como una hora, pero no es tal porque buscan a un fantasma. Quizá por aburrimiento, o por bronca; René se lo tomó personal porque unos días atrás le entraron en la verdulería y después de vaciarle la caja uno de los pendejos le tiró un tiro que, según me contó, le pasó bastante cerca. —Ya no hay códigos —me había dicho esa tarde cuando fui a comprar—. Antes te afanaban, y si no te hacías el loco no te pasaba nada, ahora les das toda la guita y te tiran igual —se lamentaba añorando los tiempos en que los chorros no estaban tan dados vuelta como ahora, triste consuelo del viejo. Algunos otros simplemente están en curda o se sienten Charles Bronson peleando contra los bandidos de Nueva York, en esas películas de mierda…
Cuando parece amainar la cosa un perro ladra y entonces otra vez todos a la carga, mi mujer me dice —no se te ocurra salir— pero yo ni pensaba sumarme a la turba. Otra vez las corridas y los gritos, vuelve la lancha y da más vueltas a la manzana, si no fuera todo tan triste sería casi gracioso, si no fuera incluso tan peligroso. En mi calle, una más del conurbano profundo —hoy es acá pero podría ser en Varela o en San Martín— hay gritos todas las noches. Minas que se pelean con sus machos; los que se empedan siempre y terminan peleándose entre ellos, con amenazas de muerte para el día siguiente (que en realidad los va a encontrar otra vez chupando juntos) y toda la cosa; el macho que la faja a la mujer porque lo está cagando con un amigo y hasta parece que le encajó un pibe que no era de él, ni del amigo. Todo se arregla a los gritos o a los golpes, las minas pegan igual que los tipos y gritan más fuerte, los nenes lloran cuando escuchan que sus viejos se están matando, entonces un vecino se mete para salvar a la mina y termina a las trompadas con el golpeador, que al final es tranquilizado —y luego mimado— por la mina que fajaba. Todo esto con cumbia al palo las veinticuatro horas del día.
Versión Dub de la cumbia «Radialero», instrumental.
La lancha había alejado otra vez a unos cuantos pero ahora que se fue de nuevo están todos en la calle, son las dos de la mañana y ya la aventura es sólo eso. Alguno se cansa y se va, otro lo putea por cagón y terminan a los golpes. El chorro ya debe estar afanando en otro barrio mientras mis vecinos se cagan a piñas porque acá, acá todos se paran de manos, «gato«.
Calle Terrero, Isidro Casanova, Buenos Aires.
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