Entro directo al dormitorio. Me quito la cazadora vaquera y la coloco sobre la butaca negra de la esquina. Ante mí, la mullida cama con funda nórdica de flores negras y blancas, la alfombra peluda gris a los pies, el espejo redondo labrado en negro encima de la cómoda blanca. Todo aparece ordenado, impoluto, como si lo acabara de limpiar. Pero yo llego sucio, lleno de grasa incrustada entre las líneas de mis fuertes y bastas manos y agotado después de un día intenso trabajando en el pequeño taller mecánico que he heredado de mi padre, situado en un pequeño parque industrial.

Hoy me ha llegado una furgoneta desvencijada a la que tenía que cambiar una batería y el cigüeñal, luego un pequeño Suzuki recién estrenado al que se le había interpuesto una columna de garaje en su camino, y por último una revisión de un viejo Seat diésel pre ITV. En los últimos tiempos, he tenido que prescindir de mi único compañero, que se ha marchado a montar un bar en su pueblo, y me encuentro solo en el taller.

Este taller es mi vida, en realidad una vida heredada de la de mi padre. La he aceptado como un orden lógico sin pensar si es lo que quiero. Pero sin buscarlo, me he apropiado de ella y le he cogido hasta cariño. Y en el taller me paso los días, de 8 a 8 y con una escasa e insignificante vida personal. Me considero un tipo solitario al que no le hacen falta grandes emociones, y mis contactos sociales se reducen a mis clientes.

Me derrumbo sobre la cama y enseguida caigo en un sueño denso. Antes de sumergirme a más profundidad, soy consciente de mis pequeños ronquidos y resoplidos de rinoceronte, y después de lo que me parece solo una media hora, me despierto sobresaltado al oír un ruido callado y como amortiguado. Dos rostros de niños desconocidos me miran riéndose y hablando en susurros. Son rubios y muy parecidos, de unos 7 u 8 años. Me tocan con una mano para comprobar si soy real y respiro.

Me levanto de un salto, queriendo espantar el sueño. Los niños desaparecen de mi vista. Paso al baño, perfectamente ordenado y limpio, con unos azulejos blanquísimos y brillantes, una luz perfecta y estratégicamente colocada y una ducha de diseño con un suelo gris antideslizante. Cierro la puerta del baño tras de mí y me quito la ropa, deseando darme una ducha y ver si se me quita el atontamiento y pesadez que tengo encima y que, por lo visto, me hace soñar despierto.

Una vez desnudo, abro la puerta de la mampara, que se desliza con exquisita suavidad. Cuando quiero abrir la llave del grifo, no sale agua. ¡Maldición! Temblando, salgo de mi brillante ducha de diseño, agarro rápido la ropa y me visto de nuevo. Empiezo a dar vueltas por mi pequeño apartamento de 45 metros cuadrados perfectamente orquestado y organizado, cada rincón aprovechado al milímetro. Pero no logro encontrar la cocina.

Paso del dormitorio al baño, y de ahí a una pequeña salita donde por lo visto he instalado una pequeña mesita de trabajo, yo, que nunca trabajo desde casa. No logro encontrar la ventana que da a la calle y me empieza a entrar cierto desasosiego. Siento que me falta el aire, así que salgo al descansillo, donde inesperadamente me encuentro a varias personas que pasean tranquilamente, como si estuvieran viendo escaparates. Cada vez más angustiado, acelero y acelero tropezando con más personas en busca del portal de salida a la calle. Por fin traspaso las enormes puertas de cristal automáticas y salgo a respirar aire.

Una vez fuera, veo que me encuentro en un polígono industrial. Sigo caminando sin reconocer mi propia calle hasta el cruce siguiente. Arrastro los pies penosamente, como si me costara mantener mi propio peso. Tras avanzar unos pasos escucho un ruido metálico. Cuando me agacho a mirar me encuentro un tornillo. Entonces me incorporo y es cuando veo el cartel verde de la calle en la que me encuentro y, al fondo, mi edificio enmarcado por un cartel con fondo azul y cuatro letras en amarillo. Por fin, lo entiendo todo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS