Setenta y dos días: tiempo que discurrí en interiores por prescripción gubernamental. En ese intervalo, más bien un espacio suspendido entre dos siestas, entendí que si la casa es un refugio, entonces el barrio es una suerte de Rosebud sin trineo, más que nada porque en Madrid apenas nieva. Sí, setenta y dos días con sus respectivas noches en los que mi mujer se encargó de hacer la compra yendo y viniendo por el lado izquierdo de la calle, siempre, el mismo que pisé entornando el ojo aquella mañana pintada de sol de mayo. Todavía no sé qué me empujó a hacerlo teniendo en cuenta que encerrados somos un poco más libres, pero es probable que la curiosidad por ver en qué se había convertido el mundo durante mi ausencia fuera más fuerte que mi voluntad de cambiarlo con palabras. Me tapé la cara con una mascarilla y su olor a encía, comprobé la melanina ausente en el reflejo y exhalé en perfecto japonés: «ittekimasu». Mi mujer respondió lo propio en estos casos, y además me deseó suerte. En castellano, por supuesto. Después salí sabiendo que entraba en otra fase.
Mentiría si no dijera que esperaba ver manadas de ciervos o jabalíes reunidos frente al portal de la casa en la que Camilo José Cela terminó de mecanografiar «La colmena». Tal vez una bandada de patos salvajes surcando el cielo, azul cielo por primera vez en varias primaveras. ¡Elefantes! Nada. Ni siquiera las abejas del libro se atrevieron a salir de entre sus páginas, ahora convertidas en soledades del cuarto de estar (sin vivir). La acera de la izquierda era la misma que la última vez que fue ocupada por la suela de mis zapatos Grenson, carísimos, con la diferencia y la sonora ausencia del sonido al pasar. Y es que la calle del barrio, antaño bulliciosa y repleta de clones de Albert Rivera, con sus contenedores a rebosar de escombros, los bares con nombres tan absurdos como «Averías», «Bienmesabe» o «La Mamona», la churrería de Julián hirviendo en aceite del malo, el Antonio de «Eldecano» fumando con la mano derecha y el delantal sucio, los humos del estertor del «Restaurante Kemuri» y las montañas de colillas a los pies de cada acacia, toda esa realidad de cartón carne, toda ella no vibraba, no era. Ni siquiera imitaba a un recuerdo. El puzzle se había dislocado para volver a armarse sin sus protagonistas, los únicos que al final merecen espacio en nuestras historias. Porque ya sabemos que las calles son sus gentes y la gente vive fuera de sí misma, en la calle, la mía o la que fue mía sin quererlo, ahora una cualquiera, intercambiable con las de Nueva York, Islamabad o Valverde del Majano cuando sopla norte.
De pronto, la acera parece ablandarse, quizás también un poco las gónadas, y uno, que mira a su alrededor con ojos de checo que nunca estuvo en Praga, sigue el brillo del calzado bajo un sol templado y pretérito, ese que arde desde siempre, a millones de años luz y en nuestra dermis, lejos de mecánicas celestes y panegíricos. «Resulta que las piscinas no se abrirán en julio, mija», dice a su cuidadora peruana la única vieja con la que me cruzo. En total dos si me incluyo en ese cupo. «Al mar tampoco irás», susurro. Así que yo, con la bajona subiéndome más de lo recomendable, seguí andando sobre los tiernos adoquines hasta llegar a la cruz verde, iglesia del año veinte del siglo veintiuno reconvertida en club social donde los pocos ciudadanos que se atreven a vivir hacen la cola, despachan, reconocen que están mucho más chiflados que en marzo, ¡muchísimo más!, y vuelven a casa a cámara lenta o con un perro imaginario… no vaya a ser que lo de hoy responda a un truco de magia.
Parece imposible, pero lo que relato acontece en un minuto reducido a instante y a tan sólo dos manzanas del portal de mi hogar, territorio Discovery. Espero tenso sobre una baldosa, delante de un señor con tos y detrás de una chica chaparra que huele a moras y habla por teléfono con su madre, y por fin me llega el turno de entrar en la farmacia. Me siento vitrina expositora. Pido al farmacéutico una crema para esta almorrana que convive conmigo desde hace meses, probablemente fruto (maduro) del sedentarismo crónico. Pago con tarjeta. Me siento aún menos yo, siempre sin efectivo. «Adiós, que tenga un buen día». No sé para quién, pero lo digo. Piso de nuevo la brillante claridad del día y me alejo del suelo, aunque de una forma cuantificable, un par de centímetros tirando por lo alto. Y vuelo, de vuelta por donde vine y fui y seré, y la calle imita a los bordillos, un poco útero y garra suave. Y el silencio no me resulta tan ajeno, ofensivo tal vez, sin embargo son más humanas las vistas del Google Maps que las que propone la verticalidad del viandante. De esta forma imaginaria la calle no es mi calle, sino más bien una línea recta atravesando la ciudad dentro de una ciudad que rasga un país en un mundo que ha cambiado para que nada cambie.
Desde entonces nada tenemos que decirnos. Con mi mujer va todo bien, gracias. Algo se ha roto en mi calle. Y no es ella; eso seguro.
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