Ciudad Azul, 16 de abril de 2021
Hola Laila:
No es la primera vez que vos y yo nos escribimos durante estos veintiún años, sin embargo, nunca hablamos de lo vivido en nuestra juventud, siempre lo esquivamos. Vos sos tan buena en estas lides que hasta me ganás, y sabés inventar cuentos para eludirlo, como si el recordar fuera un cuchillo que cortara la herida.
Algunas noches he recordado la agonía de la Ciudad Roja. Incluso, una vez le escribí una carta como esta, si, a una ciudad. Reíte. Pero lo que había adentro no provocaba risa. Somos los hijos de una ciudad que enloqueció, en la que los buenos aprendieron a jugar con pistolas y los malos ya lo sabían de antes. Una ciudad protegida por fantasmas que la bendecían, y otros tantos que la maldecían. Una ciudad en donde nada era lo que parecía, y en la que muchos jugaron a ser dioses. Algunos culparon a los grupos al margen de la ley, y otros tantos al Estado. Pero seamos sinceras, porque vos y yo estuvimos ahí. Los culpables fuimos todos, unos callamos y otros actuaron.
El primer conocimiento que tuve con la verdad de la Ciudad Roja fue a la edad de once años. Iba en el autobús del colegio y miraba el mundo desde el cristal de la ventana. El semáforo en rojo hizo que nos detuviéramos en una calle de dos carriles del mismo sentido, a nuestro lado, un automóvil azul claro, del color de las neveras antiguas, frenó. Al volante había un hombre solo, vestía de traje. Una moto con dos chicos jóvenes interrumpió la imagen al interponerse entre las ventanillas de los dos vehículos. El que iba en la parte de atrás, sacó un revolver, y disparó. Mis oídos retumbaron, pero yo seguí mirando. La moto aceleró y desapareció. Vi la nevera azul que lentamente dejaba atrás el semáforo en rojo con los cristales rotos y la sangre en lo que quedaba de la ventanilla. Diez metros después se detuvo. Mis compañeros gritaban y yo solo miraba el automóvil en medio del cruce, intentando comprender qué había sucedido. No siempre los recuerdos son vagos, hay algunos que se esconden en archivos de nuestro cerebro, y a veces salen sin previo aviso como en esta carta que te escribo hoy.
Vos no supiste el verdadero motivo de mi partida, aunque creo que siempre lo intuiste. Para todos, incluso para vos, mi buena amiga, fueron unas vacaciones que se convirtieron en años, un poco más de dos décadas. Vos, mejor que nadie sabés, que nunca quise irme, en cambio vos, siempre hablaste de conocer otros lugares, otras formas de jugar, otros caminos, otros mundos. Pero fijáte lo que son las cosas, vos te quedaste y yo me fui.
Ale, el chico alto, desgarbado, de vaqueros y de sueños rotos; vos, la pelirroja pecosa, de las rutinas y la precisión; por último estaba yo, la del pelo negro, ondulado, con una mirada ámbar tan perdida como nosotros. Los tres juntos desde los doce años. Ahora que miro atrás me doy bien cuenta de que Ale terminó por adoptarnos. En el fondo no creía que vos y yo, un par de pacifistas desterradas, sobrevivirían en la Ciudad Roja. Al llegar a la juventud ya llevábamos años caminando sobre tumbas, encontrándonos en cementerios y llevando lirios a campos santos, yendo a fiestas cada vez menos concurridas, con rostros nuevos y extraños. Es la suerte del que sobrevive a una guerra, del que termina cuantificando los amigos que le van quedando. La mayoría se fueron sin cumplir los treinta. En cambio los tres seguíamos ahí de pie con las farolas, esas que nos alumbraban en las noches de fiesta, las mismas que jamás nos dieron calor. No sé porqué recuerdo una luz amarilla, si en realidad era tan blanca que nos hacía palidecer. Éramos tres andando con botellas de licor en mano por garitos obscuros. Yo siempre quise a Ale, aunque él no siempre me quiso a mí, todo dependía del día o de la hora. A veces me dejaba en un rincón de un pub y nunca más volvía, yo me las ingeniaba para regresar a casa con mi dolor escondido debajo de las manos. A vos no te lo contamos, eso era romper un pacto inexistente.
Fueron muchos años juntos viviendo en la eternidad. ¿Sabés? la mañana que recibí la noticia de la muerte de Ale, lo comprendí todo. Nunca supimos de dónde venían las balas, si eran amigas o enemigas. Una mañana de abril, a finales de los noventa, una noticia en un periódico local llegó a mis manos. No ocupaba más de tres párrafos y rezaba así: «joven de veintinueve años asesinado en su casa mientras dormía». Y eso lo cambió todo. Cerré los ojos, e imaginé su rostro blanco con un orificio en la frente que no sangraba. Nunca supimos quién lo mató, pero ni falta que hacía, ya él no respiraba. Vos no quisiste, o no supiste entender que las desapariciones tenían un límite, una barrera invisible que no nos pertenecía a nosotros los vivos, que se fundía cada noche entre los fantasmas de una ciudad enferma. Ale nunca pudo protegernos, ni cuando estaba vivo, ni después de muerto.
Vos y yo continuamos solas en la Ciudad Roja, derramando el primer trago de licor por el suelo para que las ánimas del purgatorio nos acompañaran en cada fiesta. Para ese entonces, ya dejaba gotas de sangre por donde me movía, pero vos seguiste intacta.
Una mañana de abril, un año después de la muerte de Ale, decidí partir para conocer otros lugares, otras formas de jugar, otros caminos, otros mundos y nunca más volví. Yo aún continúo en ese viaje, derramando a escondidas el primer trago de licor por las calles.
Con cariño;
Celeste.
PD/ Perdonáme el ejercicio de vosear, es una manera de conectar con el origen. Llevo más de veinte años sin hacerlo y a veces hasta olvido las conjugaciones.
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