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Las recorría cuando volvía, volvía al lugar donde había sido niño, adolescente, joven (hasta los 22), donde todavía seguía viviendo a veces, cuando llegaba a casa. Eran las que mejor conocía de todos los lugares, de los países, del mundo, todas, 44. 44 que de norte a sur avanzaban por orden alfabético y de este a oeste por orden numérico. Iba por ellas caminando, observando todas las casas y los árboles que asomaban desde el interior, tras las vallas, las luces encendidas de los interiores, los salones, las cocinas, el vapor de agua saliendo de las ollas plateadas, la mesa puesta con los cubiertos en orden, la lumbre de las chimeneas y los troncos de encina fuera esperando a arder, estanterías de libros y objetos en las segundas plantas, subiendo las escaleras de piedra, las farolas de luces naranjas o blancas, cabezas, las grietas, huecos (espacios vacíos) por el suelo, a veces obras que mostraban las entrañas, el asfalto levantado, cables y tubos rojos por dentro, las líneas de hormigas diminutas que las atravesaban de orilla a orilla, las palomas cruzando, los mirlos dando saltos antes de subir a los olmos, los gorriones en búsqueda, los cubos de basura de cuatro colores, latas tiradas, paquetes de tabaco aplastados, los postes con sus nombres escritos e indicando, los postes de madera de la luz, sus cables negros uniendo todas las casas como si todas las casas estuvieran juntas y fueran. Iba a veces en bicicleta, subiendo las cuestas en pie para hacer fuerza, bajando sin manos junto a las urracas blanquinegras, líneas que me acompañaban, flanqueando. Iba por ellas en verano, creando sombras con el cuerpo y los brazos, tan largas y rectas que no llegaba al final con la vista. En invierno muy abrigado y el gorro puesto, con la niebla tan cerrada que no veía ni las cabezas colgadas de las farolas a tres metros. Lloviendo mucho, con el paraguas, escuchando la tranquilidad, solo, la violencia del agua haciendo charcos, riadas por las orillas, perdiendo fuerza, observando el cielo gris, todo mojado ya, caminando con las botas y el paraguas cerrado ya, hecho bastón. Queriendo volver a casa y entrar en calor, secarme, beber un vaso de agua por el calor de fuera, leer durante horas en el jardín, bajo otra ancha encina, los grillos ilocalizables callándose, pensar en escribir (quizás esto) bajo sus ramas, decenas de ramas, que desembocaban en más ramas, u otras ramas. 

Pero volviendo a salir para recorrer todo, mil veces recorrido ya, reconocido. Buscando, desvelándome. 

Dando vueltas y vueltas. 

Recordando. 

Volviendo por las 44 y lo que había y quedaba por descubrir.

Todas ellas. 

De noche, sobre todo de noche, todo vacío, las casas apagadas, hoja oscura que reescribía a pie bajo las farolas. De día, atardeciendo y anocheciendo en media hora, treinta y tres minutos exactos a veces. Siempre. Las echaba de menos cuando no estaba. Como ahora. 

Allí.

Las había sentido quemándome los pies desnudos con el calor de julio, heladas en febrero, los rastros de las ruedas de los coches, las pisadas de otros por la nieve, (trazos sobre el blanco que cubría todo, cuando las 44 eran como al inicio, lienzo de campo, tierra), mis huellas tras la…

Recordaba jugar en ellas con tres amigos y sus nombres, poner cuatro piedras de postes y lanzar el balón…

detener el juego si pasaba algún coche, si llegaba el vecino de al lado, si…

Yo vivía en la L, calle L, número 11, esquina con la 3, calle 3. 

En ese lugar exacto del mundo estaba mi casa, de donde había salido hace años y donde volvía, donde volvería dentro de poco, cuando sea posible.

Si todavía lo es. 

Hoy estaba, estábamos muy lejos.

La primera era la calle A, la última la Z, calle Z. De la 1 a la 16. 

Cruzándose las letras con los números en un orden propio, creado hace décadas: formando formas vistas intuidas y por componer desde arriba, subido a la antena más alta de la extensa llanura donde estaban las 44 calles de mi vida (nombradas y numeradas), al inicio. 

Me acuerdo aquí y así de aquellas calles. 

Volviendo a leer esto, releerlo, escribirlo, reescribirlas…

Sin embargo, una de las letras y uno de los números no existían: la calle Q no existía, la calle 7 tampoco. Entre las calles O, P y R, S. Entre las calles 6 y 8. 

Ambas desaparecían en el cruce amplio.

Ambas. 

Cuando volvía a casa seguía investigando, pero no lograba averiguar nada definitivo, solo indicios, cada vez más pistas de lo que estaba oculto formado: el mensaje que había dejado la persona (sabía que había sido solo una persona y su nombre era Julián (con tilde clara, nacido en 1956) Q.) en las calles, nuestras 44 calles. 

Nuestras 44 calles, y la conexión.

Pero nunca lograba llegar al final. 

Me faltaba algo. 

Necesitaba volver. 

Volver a ellas, subir a la antena, mirar los letreros, tocar los troncos. 

2

Hasta que un día llegue, cuando pueda volver a casa. 

Un día lograré resolver el misterio, subir a la antena más alta y encajar, encajar todo.

3

Quizás también saber quién vive en la casa vecina del otro lado, siempre tan vacía.

Fin

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