Hoy, como todos los días, me he asomado por la ventana de mi habitación a las 2 de la tarde, instantes antes mi madre. Que ya es conocedora de esta rutina, ha levantado el plato en el que reposara mi comida del día, con la frialdad propia de los rituales cotidianos. Tras apresurarme por el pasillo, he cerrado la puerta de mi habitación dejándome de ese modo totalmente incomunicado con el resto del minúsculo apartamento, por toda compañía mi escaso mobiliario, una cama, la silla mas malgastada de entre todas las de la casa. Que tampoco son demasiadas, y un estante de 4 niveles con algunos libros que he ido obteniendo tan solo gracias a la súplica inclemente.

El vidrio, pese a las mil diminutas suciedades que lo impregnan es aun lo suficientemente diáfano como para permitirme una vista completa de la calle de enfrente y de las construcciones que la escoltan. De mi lado de la acera tan solo existe la gran mole de ladrillos. En la que yo mismo habito, 5 pisos de duras viviendas, 2 puertas por piso y números de personas bien dispares al interior de cada puerta, mi vecino, Sebastián, vive junto con sus dos padres según he podido deducir de las charlas que furtivas se cuelan hasta nuestro apartamento. Sin embargo aquellos que pisan nuestro techo pensando que es su suelo han de ser por lo menos unos 6, puesto que la lógica no permitiría que algo menos que una docena de pies hagan el ruido que nos castiga siempre desde el piso de arriba, inclementes corren de aquí para allá, desde las 8 de la mañana hasta bien entrada la noche.

Por el contrario, las viviendas del otro lado de la acera son lo que puede llamarse verdaderamente casas, pues por lo menos entre las unas y las otras no existe un solo muro compartido y aunque sea poca la distancia entre puerta y puerta es evidente la diferencia entre nosotros quienes vivimos unos encima de otros. Robando el espacio de las aves, expulsados ya del suelo por ser muchos y el espacio poco y quienes del otro lado pueden dejar las alturas reservadas a los dioses para reposar sus hogares en la buena tierra.

De esas casas, salen siempre niños alegres y cobardones, de aquellos a los que su madre avergüenza constantemente al hacerlos presa de cuidados de ángel, entre todos ellos una persona destaca, su nombre no lo sé, pero he decidido llamarla Elena. Pues si he de tener en buena estima el gusto de sus padres, no se me ha ocurrido que otro nombre pueda hacerle justicia semejante belleza, sus cabellos son largos y negros, su cuerpo delgado no es por efecto de su languidez débil o tambaleante sino que por el contrario es de entre todos la más ágil e intrépida. Entre los juegos variados en los que se ocupa desde las 2 de la tarde no existe uno solo en que sea superada en términos de rapidez, como una ninfa se desliza siempre entre sus contrincantes bien sea evadiéndolos o alcanzándolos, sus pasos tan ligeros los aprecio a cada instante y aunque a veces su trayecto se pierde más allá de los confines de mi estrecha ventana no por ello dejo de sentir admiración por la libertad innata que la adorna, con la misma naturalidad que las plumas adornan al ave.

En muchísimas ocasiones me he representado imaginariamente como uno de aquellos muchachos, bien siendo perseguido por Elena, o bien siendo alcanzado por ella. El choque del viento contra mi piel y la dureza carrasposa del asfalto lastimando las suela de mis gastados zapatos serían tan cotidianos como la fría mirada de mi madre o el insípido sabor de nuestros alimentos, dejaría escapar los gritos tan genéricos como los que resuenan en este momento en la calle “Te encontré”, “cogido”, “tramposo” embriagándome así del sinsentido y el éxtasis del que según puedo observar, son víctimas todos los chiquillos más o menos de mi edad que no han sido vedados del privilegio de una vida común.

Pese a todo esto, es menester advertir, que si algo ha de ser una constante en la vida es precisamente su inconstancia, no la recta equidad gobierna nuestras innatas características sino más bien una ruleta de infinitas posibilidades decide nuestra suerte inicial, unos cuantos son expulsados al mundo en una blanca sala de hospital, separados de cualquier enfermo por cuatros rígidos muros, mientras que otros cuantos. Como yo mismo, entramos en el mundo de los vivos a la vez que en el mundo de los enfermos y por ello nos debatimos constantemente entre la negación y el odio, cuando contemplamos la existencia de Dios lo hacemos solo para hacerlo chivo expiatorio de nuestras injustificables desgracias.

Yo, contra todo pronóstico he alcanzado una edad que los médicos consideraban imposible, y aunque mi madre inicialmente tenía esto como un motivo de inmensa felicidad, día con día soy testigo de sus menguantes esfuerzos por aparentar optimismo y alegría. Si mi vida antes le causo dicha por el hecho de ser hoy le causa dolores por aquel mismo hecho, parece haberse hartado, y con justicia, de representar el papel de mártir, sus ojos melancólicos se posan constantemente en mi persona y creo poder adivinar los pensamientos que aun ella misma tiene por inconfesables, entre ellos, el deseo, de una vida cotidiana y de una segunda oportunidad para sí misma.

Esta triste existencia, si es que el apelativo se le permite, vive pese a su inagotable miseria acompasada por el ruido incesable de los niños del otro lado de la acera, de los vendedores incasables que con pequeños altavoces pregonan los módicos precios de sus desdeñables mercancías y el ruido mecánico y esporádico de los automóviles que indiferentes al ritmo divino de mi Elena y sus amigos interrumpen de cuando en cuando sus juegos maravillosos para dirigirse a algún lugar indeterminado, esta miserable existencia habita irremediablemente en esta inmensa y ambivalente urbe, esperando ansiosa su misericordioso final.

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