Recuerdo cómo, inocentemente y con un corazón tan inflado que estiraba los músculos de mi cara formando la mayor sonrisa que una estudiante podía tener un lunes por la mañana, iba caminando de vuelta a casa, ya bajada la cuesta donde nos dejaba el autobús cada día. Llevaba ambas manos agarradas a las asas de mi mochila -cualquiera que usara en ese año- y miraba al frente. Soleado día. <<Qué extraño, no recuerdo un día así en años>> diría, probablemente, siempre que alguien me preguntase. Soleado día, no gris y yo gris con él como solía.

2008

Estaba emocionada y llevaba altas dosis de música en vena. Continuamente pinchando la misma canción que me había hecho llorar días antes: Superheroes de The Script. La música, droga inocente.

2014

Llegué a casa y dejé la mochila en mi cuarto, curioso que esa vez no parecía ser ella la causa de mis dolores de espalda, sino más bien unas alas de las que me estaba desprendiendo. ¿Volar? No sabía y, quién me lo diría, que echaría de menos aquellas pesadas alas. Probablemente fueran ligeras y sea yo la que se negaba y niega a aprender a volar. Pero eso no quitaba cada vez que eran mis pies los que volaban al bajar corriendo la cuesta para llegar lo más rápido a casa.

2015, el año del recuerdo

Me puse ropa cómoda -una forma más formal de decir chándal- y fui corriendo a comer. Serían las tres ya, no recuerdo la comida, no sería relevante. Lo único relevante en realidad es el recuerdo de aquella joven inocente que sonreía emocionada y le acababa diciendo a su padre: <<Esta será la canción que suene el día que me gradúe y será entonces cuando me eche a llorar recordando estos días, porque entonces seré lo que siempre quise ser, y será un día feliz y unas lágrimas de emoción pura que compartiré con vosotros. Será el día que todos mis esfuerzos habrán merecido la pena. Será el día que deba emocionarme. Será un día de sueños cumplidos, de amor, de felicidad, de orgullo, risas y cariño…>>

2016

Pero qué sabría yo, que sólo era una niña. Una niña inocente. Que día tras día salía del autobús y atravesaba la misma calle, la cuesta que me llevaba a casa como si fuera un tobogán y me esforzaba por lograr las sonrisas de mis padres, de mis amigos e incluso de mí misma aunque tanto sudor conllevara. Pero reía, reía y lloraba, como la cuesta subía y bajaba. Cada día, cada mañana, esa calle me veía crecer, esa calle sabía cuándo llegaría ese ansiado día que tanta esperanza me insuflaba. Probablemente siempre quiso mantenerme inocente y no me quiso decir lo que era madurar. Con veintipocos tropecé cuando arreglaban la acera y me di un golpe de realidad. Y me dije: <<Quizá esté al final. Subiendo esta insufrible cuesta, quizá esté mi día. Como premio por escalar la montaña>>.

2008 VS 2019

O algo por el estilo, al fin y al cabo, las cuestas van hacia arriba o hacia abajo, no se escalan ni son un tobogán, se caminan, las calles son asfalto y nada más. 

Pero qué sabré yo si sigo esperando ese día. Que echo de menos mi casa, mi calle, mi autobús y mi mochila. Qué sabré yo, a días ingenua e inocente pero que no he vuelto a sentir lo que sentí en ese recuerdo y sólo me provoca tristeza y lágrimas endebles. Endebles como mis sueños, como mi sonrisa.

Pero qué sabré yo, que sólo soy una niña.

Una niña no inocente.

2020

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS