El día que abrieron los bares, bajé a tomarme un agua con limón. Ya sabes que el alcohol yo ya ni lo pruebo y eso detoxifica el organismo y echa al virus a patadas. ¿Qué?, ¿que no me crees? Que sí, mujer. Ya verás, tú prueba y luego me cuentas.

Anda, ¿qué te estaba contando? Ah, sí, el día que abrieron los bares, que me bajé con Juani a tomar algo y estábamos las dos con la alegría descontenida. No teníamos nada que contarnos. ¿Qué íbamos a decirnos, si no habíamos parado de hablar por teléfono? Pero aquí mismito estábamos, en la plaza del pueblo, sentadas donde Pantaleón. Juana se pidió una caña, pero yo un agua con limón; ya sabes, mujer.

Pues eso, que en esas estábamos, cuando veo aparecer a la británica, con una pelotera de aquí a Cuenca… ¿Cómo no vas a saber quién es la británica? Sí, mujer, Julia, a la que se llevaron sus padres cuando era bien chica, pero que nació aquí, en la cuesta san Cristobal, para ser más exactos. Que sí, pero que todos la llaman la británica porque vivió en Inglaterra tropecientos años, pero ella siempre dice «Gran Britania», así con un poco de acento. Que sí, que, luego, cuando se volvió, se trajo al marido. El Archimbaldo este o como se llame. Que sí, mujer, si en el pueblo, y en los de alrededor, todos los conocen porque van cerrando los bares… Ves, ya caes, como no ibas a conocer a los británicos.

Total, que la mujer llevaba una pelotera que qué te voy a contar, pero esta vez iba sola. A mi me llamó la atención, porque iba muy elegante, como siempre ella, pero un poco despeinada, eso sí. Además, iba abrazada a una bolsa de plástico, como esas que te dan en el ultramarinos. La vimos haciendo eses, acercándose donde Pantaleón, a punto de caerse. Y a Juana, que en el fondo es más buena que el pan, pues le dio pena y se levantó a ayudarla.

Llamadme a un teexi”, decía con ese acento suyo. Y Juana no la entendía, claro. Yo estaba ahí, ahí mismito, sentada, partida de risa. Total, que Juana la convenció para que se sentase con nosotras y yo le pedí un agua con limón, para que depurase, porque esa se había bebido hasta el agua de los floreros. Pero, la británica, dale que te pego, que quería un teexi. Hasta que caímos que lo que quería era un taxi. Pero es que el taxista del pueblo trabaja hasta las ocho, que se va a tomar unos chatos, y eran las ocho y cuarto. Intentamos explicárselo, pero no había manera, mujer. Que quería un teexi y lo quería ya. Te advierto que yo me lo estaba pasando pipa, tanto tiempo metida en casa, ya tenía ganas de un poco de acción.

Total, que le trajeron el agua con limón. Juana estaba intentando que se serenase y nos contase, y después de un par de sorbos se soltó finalmente, pero siempre agarrada a su bolsa. Había salido temprano para la capital, a recoger a Archimbaldo del hospital y luego se había tomado unos pinchos con sus amigas las viudas. Unos pinchos y alcohol del de limpiar heridas, porque menuda llevaba. En estas, le preguntó Juana que qué le había pasado a su marido, por qué había estado en el hospital. «Aaaarchie ha fallecido», respondió. ¿Cómo que de qué? Ah, ¿que tú tampoco lo sabías? ¿Pues de qué va a ser, mujer? Del virus este de las narices.

Y Juana se puso a consolarla. Que si «ay, Julita, cómo no me habías dicho nada», que «podrías haberme llamado para apoyarte en alguien», que «ya ves tú, si no tenía otra cosa que hacer en todo el día y yo ya sé lo que se sufre». Pero a la británica se le habían vuelto a cruzar los cables y volvía a insistir con el teexi. Así que me acerqué a la barra a preguntarle a la hija de Pantaleón, que llamó al taxista de Cabezón. Tardaría unos veinte minutos en llegar, pero podía llevar a la británica a su casa. Me volví a la mesa y Julia seguía dale que te pego con que se apoyase en ella, que siempre la había tenido mucho cariño, que eran casi familia. Mientras, la británica ya se había acabado el agua con limón y estaba casi roncando. Le dije que venía el teexi en unos minutos, que tenía que bajar a la esquina, donde el ayuntamiento, que ahí la recogería. Abrió los ojos, me dio las gracias y se levantó como pudo. Julia, que es muy buena y muy valiente, le dio dos besos y un abrazo; yo no me atreví, no esta la cosa para arrumacos. Luego le dijo también que nos avisase para el funeral de Archimbaldo.

– No hubo entierro y no va a haber funeral– contestó tajante. Se puso la bolsa a la altura de la cara y mirándola, dijo–: Aaarchi se viene conmigo a casa. Lo voy a meter en una caja de zapatos y a acostarlo en su lado de la cama. Ya hemos dormido demasiadas noches separados.

A Julia y a mí nos dejó planchadas; ella, sin embargo, cruzó la plaza tan fresca, abrazada a su bolsa de plástico. Yo no sabía si reír o llorar: dormir con unas cenizas, mujer, qué frío. Pero, no sé, igual fue porque era la primera vez que los veía irse de un bar antes de que echase el cierre, pero me dio la risa, mujer. Por eso, y porque hacía meses que no me lo pasaba tan bien, que yo no he nacido para estar encerrada.

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