He llegado temprano, como siempre. Diez minutos antes de la hora acordada. Tendré que esperar entonces más de veinte minutos para que llegues. No hemos perdido la costumbre, yo de llegar a tiempo, tú de llegar tarde. En cualquier otra ocasión te habría esperado sentada en la banca cerca del kiosco, habría sacado un libro o habría escuchado alguna canción bajo el cobijo de los árboles. Hoy, no hay acceso a esa banca, el kiosco está acordonado y yo, no traigo un libro. Observo la calle, aquélla que he visto tantas veces y que ahora me resulta tan extraña. Los vendedores ambulantes han desaparecido, los boleros, los músicos, el sitio parece mucho más grande y vacío sin su presencia. No se escuchan las voces de los niños, no se observa cómo corren tras su nuevo juguete o lanzan burbujas a los desconocidos. Las parejas de enamorados y vendedores de flores ya no existen, se han esfumado dejando tras de sí solo un recuerdo y alguno que otro pétalo de rosa. El bullicio de los restaurantes, el aroma de todos los platillos, el alegre chocar de las copas y cubiertos, sonidos que el viento trae a mí en una memoria. Ahora solo hay policías apostados en cada esquina, una cinta que restringe los límites permitidos, un par de grupos de dos o tres personas que vagan como yo y añoran lo que fue. Los restaurantes tienen las puertas cerradas, ni un solo perro callejero ronda en este día.
Y es cuando entiendo que la calle no es solo eso, un sitio para transeúntes y vehículos, que no solo se compone de sus adoquines y bancas, de concreto y pintura, que la calle también la hace la gente, la gente que camina sobre ella, que corre, ríe, llora y sueña en ese pequeño espacio y tiempo. Desde hace meses que las calles han cambiado, que mi calle, esta calle del Centro de Coyoacán, Felipe Carrillo Puerto, ya no es la misma. Han pasado ya veinte minutos, te miro caminar de frente, voy a tu encuentro. Me abrazas, me tomas de la mano y comenzamos a caminar por la calle, la calle que antes fue nuestra, la calle que ya no lo es más.
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