Antes de ser un personaje famoso, de esos que comentan psicólogos de cotillón y seudos panelista de programas de teve. Lo vi hecho una piltrafa en una cama del manicomio. Cuando lo quise entrevistar fui hasta el pabellón donde lo tenían internado, pero me dijo que estaba cansado y la dejé pasar. Me consideraba una buena periodista y sabía que nada podía interponerse para lograr la nota.
Para comenzar sólo contaba con un dato, el tipo había crecido en San Telmo y ese fue mi hilo de Ariadna. El barrio lo había albergado y le dio una identidad que no tenía. Con eso ya tenía suficientes datos porque la cuadra donde uno crece habla más de vos que el propio espejo.
No pasó mucho tiempo en que al único hijo varón de don Agustín lo apodaran Formosa; un poco por sus orígenes y otro poco por lo atravesado de su carácter. Haciéndole honor a su apodo, los primeros tiempos, le escupía la cara a quien así lo llamaba pero luego se resignó. No le gustaba que lo compararan con esa provincia pobre que se cae del mapa pero entendía que contra esas cosas no se podía luchar y poco a poco, se fue acostumbrando. Hasta esa época nunca había salido de caño pero Formosa tenía gustos caros y había que tener una buena billetera para cubrir los vicios.
Para ese entonces se entreveró con una chica que hacía encuestas; eso lo ayudó a salir del pozo. Vivía sola, ganaba suficiente para los dos y cogía bien. Formosa compró todos los números de la rifa y se le instaló en su casa. Él sólo tenía que proveer de porro y bañarse todos los días. Un buen trato par un lumpen como él.
Los primeros tiempos fueron buenos pero luego Formosa se dio cuenta que nada es gratis en esta vida y que prácticamente se había convertido en el esclavo negro de Emilia. Una vez le dijo que prefería cogerse a la chica de la limpieza y la cosa terminó mal. De nada sirvieron las aclaraciones posteriores y se tuvo que ir a dormir al coche. Formosa que era especial en transformar las pérdidas en ganancias, esa misma noche, se bajó la aplicación en el celular y convirtió el auto de su novia en un Uber. La idea que la jaula de oro era perfecta había caído por su propio peso y ahora lograr manejar su plata le daba una sensación que nunca había experimentado.
Esa bronca acumulada tenía que salir por algún lado y el auto le facilito esto de andar peleándose todo el mundo. Discutía con los peatones porque cruzaban la calle por cualquier lado, con los colectiveros porque te tiraban el coche encima y sobre todo se ponía agresivo con los pasajeros. Nadie sabía bien por qué pero el tipo tenía una bronca bárbara contra las viejas conchetas y los perros caniches; sobre todo esos que son chiquitos y usan collar animal print.
Por ahí algo de esto explica el porqué cuando el bebé manchó con su vómito el tapizado del coche, Formosa se puso como loco. No era posible que alguien actúe así tan enojosamente contra un bebé. Lo sacó por la ventanilla y ante la mirada impávida de su madre, lo revoleó como diez metros. Cayó contra unas macetas que estaban en la puerta de Carrefour y enseguida intervino la policía, sino no estoy segura de qué podría haber pasado.
Era el resultado de mil batallas perdidas pero esta vez sus antecedentes penales, el conducir un coche robado y el disloque final por una mancha en el tapizado reluciente, produjeron que lo lleven al loquero.
La habitación en el Hospital tenía una austeridad monacal. No solo por la falta de cualquier elemento que pueda dar cuenta de algo de vida sino que lo único que colgaba de las paredes era un crucifijo de madera. Los otros componentes de este infierno del Dante eran: Una mesa de luz desvencijada, una manta de abrigo agujereada, una botellita de alcohol en gel y una biblia. Lo religioso así expuesto parecía que funcionaba como salvo conducto ante tanto vacío existencial.
Como buena cronista, la tercera vez que ingresé a su intimidad, me decidí y revisé su mesita de luz. Formosa estaba empastillado y nada lo podía despertar. Había un encendedor, puchos, un sinfín de blíster de medicamentos vacíos y una hoja escrita.
Un paciente que compartía la habitación me dijo que tenga cuidado porque Formosa estaba cada vez más paranoico. Con esas palabras como telón de fondo leí el papel que tenía en la mesita de luz y me encontré que mi nombre estaba escrito en una lista y sub rayado con rojo.
Cuando terminé de mirar bien el papel me di cuenta que Formosa hizo una lista de la gente que quería matar. Era una lista larga que comenzaba con el cura del barrio y seguía con el chino del supermercado. Yo aparecía en el lugar diecisiete, poco después de su novia y Raya al medio, el dealer más famoso de Mozerrat.
El psiquiatra de Formosa cuando se enteró de la existencia de la lista habló con las autoridades del Hospital y estos con el juez. Lo confinaron a un pabellón de castigo pero luego se escapó. Algunos aseguran que se volvió a su provincia y está trabajando en la cosecha de caña de azúcar. Otros afirman que vieron su nombre en la lista de muertos por COVID; hay quienes juran que pidieron un Uber y el chofer era el mismísimo Formosa. Me duele reconocerlo pero estoy aterrada; ya no puedo salir sola a la calle y no me sirve hacer como que no pasa nada. Ya no vuelvo tampoco a su barrio y cuando me acuesto, definitivamente, siento su presencia. Todo lo que no ves te grita en la noche.
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