El amor lo cura todo.

El amor lo cura todo.

La Guerrera

04/12/2020

Corría finales del mes de febrero del 2020, y un extraño me abordó mientras me dirigía a mi casa:

     – Disculpa, ¿podrías decirme más o menos dónde estoy?

     – Sí claro, calle Maderas.

     – Vaya, pues ya he llegado, justo es por aquí dónde voy a vivir.

     – Pues este es mi barrio. Yo vivo aquí. Si quieres, puedo ayudarte en lo que necesites.     

Y así empezó nuestra historia. Él vivía en los pares, yo en los impares.

El barrio donde vivimos es un paisaje de antenas y cables, donde edificios geométricamente imperfectos descansan sobre una acera que intercala comercios y bares. Nuestra calle, en la que vive una palmera, huele a cerveza, vino, comida y personas.

Comprando en una de las tiendas del barrio, volví a ver a mi vecino. Algo me decía que tenía que entablar conversación con él, así que hice lo necesario para juntarnos al pagar y salir juntos del establecimiento. Allí mismo, junto al escaparate, intercambiamos nuestros números de teléfono. Su nombre, Felipe.

Al poco comenzaron nuestros mensajes diarios, primero saludos matutinos, despedidas de buenas noches y en medio, memes que nos hacían reír.

A los tres días nos encontramos junto a la palmera. Seis días después compartíamos libros. Ocho días después quedamos a cenar. Después de la cena, me acompañó hasta mi portal que, siendo largo y oscuro, me pareció llenó de luz por primera vez en mi vida. La despedida fue corta, nos veríamos al día siguiente. Me invitaba a comer en su casa.

Cuando le veo alejarse, pienso que cada momento me seduce más su inteligencia. Realmente siento que me atrae, que me gusta muchísimo. Aún no siendo mi tipo, hace tiempo que no busco la belleza en la persona, sino la inteligencia, y el sentimiento del amor, por encima incluso de las caricias.

Al día siguiente tenía que haber ido a comer a su casa, pero un virus egoísta no me dejó cambiar de acera. Nos separaba eso mismo, una calle, que ahora se presentan inmensa, gris, fría. La que antes parecía un hervidero de vida, ahora es un páramo, que provoca inquietud, aunque haya luz del día.

Las aceras están vacías y parecen más grandes que nunca. Los semáforos siguen su ritual luminoso de cada día y las persianas bajadas de los comercios acumulan una fina capa de polvo. Cae agua de las macetas de los vecinos, sin que ningún paseante se queje. Se escucha el piar de los pájaros, que ahora son protagonistas de los ruidos de todo el barrio.

Encerrada y distanciada, mi casa no tiene siquiera balcón. Solo cuento con un patio interior, sin más ventilación que la de unas ventanas altas, que dan a ese patio estrecho, de paredes desconchadas, vacías de vida, donde nunca salía nadie, ni siquiera para el rato de los aplausos.

A falta de balcón para relacionarme con el exterior, mi móvil hizo las veces del mismo. Teléfono en mano, Felipe y yo empezamos a compartir fotografías de cuando éramos pequeños, anécdotas de la adolescencia, historias familiares. Nos conocimos desde dentro, desde lo que no se ve. Leíamos los mismos libros. Compartíamos música, aun teniendo distintos gustos musicales. Cocinábamos juntos la misma receta, compartiendo a la vez una copa de vino, del mismo tipo de vino.

Los días pasan y nuestras historias crecen. El confinamiento ha hecho que surja el amor entre nosotros. Cuando hablo con mis amigas, me llaman ilusa cuando les digo que me he enamorado y que creo que, cuando acabe este confinamiento, vencerá el amor.

Con el paso de las semanas, caemos en la tentación de compartir juegos eróticos y usar un lenguaje excitante. Separados por una acera, y con la urgencia de tocarnos, tenemos que tener paciencia y estamos a la vez desesperados.

Cuando pudimos volver a la calle, los primeros días quedábamos en la tienda o en la farmacia, sólo por vernos y comprobar que estábamos bien. Sólo unos minutos que nunca eran suficientes. 

Nos envolvían las noticias de contagios y muertes, mientras nosotros vivíamos nuestro amor en la distancia de nuestras casas.

Todo va muy despacio en mis adentros y en las vidas que veo en la televisión, que se asoman cada tarde a aplaudir en los balcones y en las ventanas. Parece que todos se están estancando, estancando sus vidas tanto como la mía. Cuando hablo con Felipe y le cuento mis pesares, me pide paciencia y sosiego. No tengo ni lo uno, ni lo otro, ni se cómo se consigue.

Habían pasado ya varias semanas cuando le noté distante. No me llama, no contesta a mis mensajes, no ha querido volver a hablar por videoconferencia. En la salida de la tienda me pidió que nos diéramos un tiempo para valorar lo que estábamos haciendo. Yo le dije que el amor no tiene nunca tiempo, que se ama o no se ama, y él entonces quedó en silencio.

Y así desapareció, igual que desaparecieron los aplausos de cada tarde, dejándome con una turbulencia interior difícil de entender. Aquí me estoy, sola de nuevo, en mi calle Maderas, con sus antenas y sus cables, en mi casa sin balcón, con escaso contacto con el mundo exterior. La ansiedad y el insomnio se apoderaron de mí. Tengo la sensación de estar atrapada en una realidad de la que no puedo salir, sobre todo cuando miro la caja de medicamentos, y me doy cuenta que he vuelto a olvidar tomarme la medicación antipsicótica.

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