Mi hermano vivía fuera de casa.
Tenía 16 años cuando le diagnosticaron algo llamado esquizofrenia. Nuestra madre lo sacó de la escuela y lo mandó a un hospital psiquiátrico del que, según ella, regresó peor. Entonces decidió ignorarlo y dejarlo hacer lo que quisiera.
—No tiene caso —dijo—. Que al menos no sufra en casa.
—Pero, madre. ¿Si descubren que lo tienes abandonado? —le pregunté.
Ella se encogía de hombros.
Lo cierto es que, aunque me enfadaba con nuestra madre por su despreocupación, me alegraba de mi hermano. Él es más grande que yo por dos años, pero cuando me hablaba no lo parecía.
Dicen que personas como él tienen miedo hasta de su propia familia, pero Misael no. Cada día se iba a la calle por la mañana y regresaba hasta la cena. Y mientras mi madre veía televisión, él parloteaba conmigo y me hablaba de todas las cosas asombrosas que veía en la calle, como aviones que pasaban muy cerca del suelo y gente tan alta como las bardas de las casas.
Un lunes por la noche, me pidió que lo acompañara.
—Me gustaría enseñarte algo —me dijo.
El martes por la mañana, caminaba en dirección opuesta a la escuela, justo detrás de mi hermano, siguiéndolo.
Pasamos por varias calles muy truncadas sobre sí mismas y con muchas vueltas. Apenas había gente.
Mi hermano avanzaba como de memoria por los caminos. Una por una, las calles se escurrían detrás de nosotros. Caminamos hasta llegar a una calle pavimentada con más personas, con un puente peatonal, y una preparatoria al lado. El viento hacía corriente en ella por ser tan larga y angosta. Hacía mucho frío. Entonces al fin nos detuvimos.
—Subamos —dijo, y subió sin esperarme por las escaleras del puente.
Cuando llegué a arriba, lo vi sentado justo en el borde, con los pies colgando.
Me senté junto a él, esperando que dijera algo, pero él seguía perdido, mirando a la calle y los autos, mientras yo me congelaba y entumía.
—¿Y? —pregunté, disgustado por el frío.
—¿Qué? —contestó tranquilo, como si apenas despertara.
—Me querías mostrar algo ¿no?
—Ah, sí, la calle.
—Oh…la calle.
Me decepcioné un poco. No entendía qué podía estar sucediendo con todos los autos que pasaban uno tras otro, todos parecidos entre sí. Tampoco entendía cómo él no tenía los brazos helados como yo.
—Bueno, entonces muéstrame la calle.
—¿No la ves?
—Quiero saber qué ves tú en una calle como esta, tan aburrida.
Volteó a verme. Pude ver interés en él.
—Cuéntame lo que piensas —agregué.
Misael se puso de pie sobre el puente, y recargó sus brazos en el barandal, meditando. Me levanté también y recargué mis brazos justo como él lo había hecho.
—¿Ves las columnas de allá? —señaló algún punto en dirección opuesta a la preparatoria— Las que están pintadas con muchos colores.
—No —respondí—. Esa es una pared. Toda grafitada y hecha de ladrillo.
—¿No? —preguntó, confundido— ¿Pero ves los elefantes? Los que caminan junto a los autos.
Elefantes. Me dieron unas ganas tremendas de poder ver lo que él.
—No puedo verlos. Sólo algunos árboles a los lados de la calle. —le dije al fin.
—Pero —se veía en un conflicto bastante grande—. Inténtalo de nuevo.
—Aún nada.
Misael se sentó en el suelo, esta vez lejos del borde, apretando sus rodillas al pecho.
—No te preocupes —le dije.
—Pero no puedes ver lo que te digo.
Me detuve a pensar un poco.
—Tengo una idea —. Comencé a bajar las escaleras.
—¿A dónde vas?
—Tu sígueme.
Ahora era yo quien corría entre las calles. Pero después de unas vueltas me había perdido. Misael tuvo que guiarnos de vuelta a la casa.
Una vez en mi cuarto, comencé a buscar entre una pila de cosas que había junto a mi cama.
—¿Qué buscas? —me preguntó.
Seguí removiendo cosas, sin contestarle.
Al final, encontré la caja de pinturas que había hasta el fondo. Luego saqué de mi armario un pliego de papel craft, y bajé a la cocina para acomodar las cosas en la gran mesa de madera que había ahí.
Me senté a un lado y llamé a mi hermano para que se sentara también.
—¿Qué hacemos aquí? —insistía.
—Soy bueno pintando.
—Ya lo sé.
—Y también quiero ver la calle como tú.
—¿En serio?
—Sí —dije—. Ahora, me dictarás la calle y yo la dibujaré. Así veremos lo mismo.
—Increíble idea. ¡Increíble idea!
Se levantó y me abrazó. Le devolví el abrazo.
—Vale, ya está. Ahora díctame —le pedí.
—Ok —cerró los ojos—. Donde tú ves una pared toda grafitada y hecha de ladrillo, yo veo columnas del mismo tamaño, dos de ellas, las del centro, de color gris, y las otras dos, de color azul. En la calle, junto a los autos, siempre veo caminando a tres elefantes…
Al cabo de 40 minutos habíamos terminado. Entonces se escuchó que se abría la puerta principal de la casa. Mi madre entró por ella, seguida de un hombre calvo, vestido de etiqueta y con la cara cacariza.
—¡Hijo! —me dijo—, que sorpresa que estés aquí —luego señaló al hombre —. Él es Patrick, es médico. Vino por tu hermano.
—¿Qué, por qué?
—Es mucha carga para nosotros, él se encargará de cuidarlo.
Quise evitarlo. Misael tampoco quería irse, pero Patrick se puso a gritar y lo tomó por la fuerza; lo sacó de la casa, lo subió a un carro, y se fue. Así, sin decir nada más.
—¿Qué fue eso, madre? —pregunté— ¡Haz que lo regresen!
—Me agradecerás no tener que cuidarlo.
Estaba incrédulo.
Caminé a la cocina y pateé la mesa, luego rompí la pintura que había hecho.
—No la rompas —dijo mi madre—. ¿Quién la hizo? Era una pintura hermosa.
—Era la calle de los elefantes, pero Patrick se la llevó con él.
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