Dos señoras de cierta edad conversan en la plaza del metro con una señora de edad incierta. La primera señora se apoya en un andador que le sirve de carro de la compra. La segunda se despelleja un padrastro con obstinación. La edad incierta de la tercera puede calcularse, aproximadamente, sumando la edad de las dos primeras y partiendo el resultado por la mitad. A las tres se acercan una señora muy mayor y otra muy joven, por lo menos muy joven al lado de las cuatro restantes, quizá no lo sea tanto, es solo cuestión de escala. Así, el corrillo final se compondrá de cinco señoras, el límite permitido para que la policía no diga nada.
La más mayor dice que en Nochebuena cumple cien años, y les habla de piojos y de algo de la guerra. Excepto la más joven, que a todas luces es su nieta, las demás asienten temerosas. Eso es lo que se aprecia en sus rostros, temor y asentimiento. Y lo dejan ver hablando casi a la vez de lo anormal que es todo. Lo que no dicen es que es incluso peor que aquello, aunque con ganas se quedan porque así es la memoria. La más joven, como tiene menos pasado, ni asiente ni opina, y está deseando regresar a casa para leer cosas del Polo Norte o, ya puesta, sobre el cosmos y la materia oscura. Pero es su rato de paseo con la abuela, que no entiende de polos ni de astronomía pero sí de disfrutar del tiempo que le queda de vida. La nieta, aunque es joven, comprende que le vienen bien esos momentos de charla con las señoras.
La de edad incierta perdió el olfato pero la cosa no pasó de ahí. Las otras no han notado nada, solo angustia; afortunadamente tienen balcones con macetas y sin bombonas y pueden soñar que están en los trigales de sus pueblos.
La centenaria está pendiente de no acercarse demasiado al humo de los cigarrillos de la terraza del bar, un bar donde huele a fritanga desde primera hora de la mañana y donde nadie lleva mascarilla. La nieta se fija en las plantas que crecen entre los baldosines. Arvenses, piensa, y arvense quiere decir mala hierba, pero tienen nombres bonitos como ombligo de Venus o zapatitos de la Virgen, aunque haya una que se llama nometoques. Las señoras no se han dado besos al saludarse. Bueno, tampoco se daban besos antes, pero estos encuentros son saludables, eso dice la tele, les cuenta la señora del andador. La del padrastro recuerda que lo que más echaba de menos eran los niños. El primer día que los dejaron salir se lo pasó en la terraza saludando a gritos a cada uno que aparecía. Ya estaba un poco harta, les dice, de ver furgonetas de reparto y gente en pijama en las ventanas.
Todas coincidían a la salida de la misa de 12. La iglesia, en realidad, se llama la Resurrección del Señor pero nadie la conoce por ese nombre. Hasta la grabación del autobús dice: próxima parada, la Campana. Ahora ven la misa en la tele y se encuentran en la cola del pan. Bueno, pan viene a ser todo, dice la centenaria. La señora del andador compra pan de horno, la abuela y la nieta se llevan una barra de espiga, que tiene la corteza dura pero sabe a bizcocho y está riquísima mojada en el café con leche. Las otras dos piden pan de pueblo, que es más barato. La más joven, que es una teórica como la copa de un pino, piensa en Demeter y en no sé qué de los ciclos y de la agricultura ecológica.
¿Y por qué son felices mientras cotorrean (se ha metido aquí el pensamiento de un hombre)? Porque hablando llenan un poco la inmensidad de su alma (esto es de Coetzee, la joven no puede dejar de hacer homenajes a sus amigos, los libros). Del lado de los hombres puede que también sea cierto, solo que los hombres están deprimidos o muertos, o bebiendo cerveza en la terraza del bar mugriento. Los hombres de las señoras no salen de casa y menos ahora. Deben estar medio mohosos, gordos y sin afeitar. Así los imagina la de los libros. Ahora está mirando a los de la terraza que se levantan para entrar en el burdel siniestro de los recreativos. Así lo imagina ella, una especie de burdel, con la misma luz y la misma falta de ventanas. Parecido a aquel sex shop donde entró una vez por error, con esas fotos rarísimas en las vitrinas.
El grupo molesta a los viandantes y tiene que moverse un poco hacia el vendedor, que tiene delante una caja con un dibujo de un hombre con alas en los pies y sobre ella, un tomate abierto mostrando la carne y el corazón repleto de semillas. El vendedor las mira con un ojo porque con el otro está pendiente de la policía. La policía está muy pesada y no solo vigila los grupos sino, especialmente, a los vendedores sin permiso. Vigila sus furgonetas y su fruta que se estropea a la que te descuidas pero es barata y el hombre la pesa con generosidad.
Un mendigo se aproxima a las señoras para pedirles dinero. No lleva mascarilla y se arrima mucho y les grita porque intuye que, al menos cuatro, estén un pocos sordas. El vendedor le increpa que se aleje y, como el mendigo no obedece, uno de la terraza le pega un empujón que le arroja sobre el asfalto. Lo veis, dice la abuela, como entonces. Las cinco, con mayor o menor vehemencia, dejan claro a todos que este no es el camino.
Debajo del suelo de la plaza han descubierto dinosaurios y tigres sable y las cinco señoras, que no se parecen a nadie que salga en los libros, han hecho, sin saberlo, historia con su pequeño gesto.
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