Kafka tenía razón

Kafka tenía razón

Herido temporal

25/11/2020

  • Kafka tenía razón 

Se tomó un café bien cargado. Todavía no se había despertado del todo pero quería salir. Estaba harto de la cuarentena. Abrió la puerta cancel y en el zaguán se calzó el tapabocas. Corrió los pestillos de la puerta de calle, giró la llave, abrió y se detuvo. Algo andaba mal. En lugar de la vereda se encontró nuevamente con el zaguán. Más allá se podía apreciar el resto de lo que normalmente se veía de la casa al ingresar desde el exterior: la puerta cancel que acababa de abrir y más allá la galería que daba acceso al jardín. Dudó. No se animó a avanzar. Cerró nuevamente la puerta y le puso llave. Miró a su espalda, en un reflejo instintivo como si temiera algo inesperado pero todo estaba en orden: la puerta cancel abierta y más allá la galería con amplios ventanales de vidrios repartidos que permitía vislumbrar el verde del jardín.

La noche anterior le había costado pegar el ojo y un letargo sugestivo lo había retenido en la cama luego de que sonara la alarma de su celular. “Es eso” pensó “sigo medio dormido”. Volvió a girar la llave, abrió la puerta pero se enfrentó a la misma escena: el zaguán en una imagen en paralelo, un duplicado, como si durante la noche hubiesen amurado secretamente un espejo al portal con la intención de jugarle una broma. Aunque se le pasó por la cabeza esa posibilidad la descartó porque faltaba su imagen reflejada haciendo el ridículo. No obstante extendió una mano con cautela, por las dudas, como siguiéndole el juego a ese bromista estrafalario y hubiese una posibilidad remota de que el espejo estuviese allí realmente y fuese a quebrarse al cruzarlo. La mano atravesó limpiamente el aire sin embargo prefirió examinar con exagerado detenimiento los contornos de la puerta antes de decidir dar el paso que lo llevaría del otro lado. No encontró en ella ningún indicio que pudiese darle una clave de lo que estaba ocurriendo. “Un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad” murmuró cuando por fin se decidió a avanzar. Una vez del otro lado, donde se suponía debía estar la vereda y todo “el afuera” pudo apreciar las mismas mayólicas de flores que tanto le gustaban y los pisos de cuadrículas blancas y negras del zaguán. Notó, con celebrada perspicacia, que los sonidos propios de la calle se escuchaban como si estuviese en ella y se alertó cuando se hizo evidente el ruido de un coche que estacionaba a pocos metros, el chapoteo de las ruedas en la zanja, la puerta del vehículo que se cerraba y el característico pitar doble de la alarma del cierre automático. “Esto está mejorando” pensó con un alivio que no alcanzó a tranquilizarlo. “Es un problema de imagen. El sonido está perfecto” ironizó. Pensativo, se tocó la pera, en un gesto reflejo. “¿No será esta mierda de tapaboca que reduce la oxigenación?” Se lo quitó. Respiró hondo varias veces, entrecerrando los ojos y los volvió a abrir confiando en que por fin vería el coche estacionado, la casa de Marta en la vereda de enfrente, con el portal sediento de pintura, entre el Jardín de Infantes del “Norland”, huérfano de niños por la cuarentena, y la pizzería “La criolla” luciendo el desagradable extractor de aire chorreado de grasa sempiterna. Pero no fue así.

“Parece cosa e’ mandinga” volvió a ironizar y se santiguó para completar la parodia del hombre de campo frente a lo sobrenatural. Entonces en su mente comenzó a sonar la melodía de la canción “The carpet crawlers” con la voz de Gabriel repitiendo el estribillo “Tenemos que entrar para salir”. Como dejándose llevar por su palabra sibilina, volvió a ingresar a su casa y cerró nuevamente la puerta. “Por ahí pasa algo” se dijo y como en un paso de baile inspirado por el tema que ahora tarareaba con desafinado candor fue hasta la cocina pero terminó finalmente desviándose hasta el baño. Se miró al espejo y sonrió. “También con esa cara de marmota que tenés” murmuró y se la enjuagó con insistencia. “Ahora sí”.

Regresó al zaguán, esta vez, con la seguridad de que al abrir la puerta se encontraría con la realidad de la calle Juan B. Justo y su letrero indicador, que tanto le molestaba por lo oxidado y por haber sido donado por los caretas del  “Rotary Club” para el cincuentenario de la creación del municipio de Lanús, convencido de que todo lo anterior habría sido producto de un estado de sonambulismo consciente.

“¡¿Qué carajo pasa?!” vociferó luego de enfrentarse al mismo escenario al abrir la puerta de calle, como si se tratara de un bucle interminable y funesto del que no podía escapar. Desquiciado, con paso firme, caminó por el zaguán duplicado, giró hacia el comedor comprobando que, hasta en el más mínimo detalle era una copia exacta del original. Lo mismo ocurría con el resto de la casa. Ya en el dormitorio miró la cama, que al igual que la suya estaba sin hacer y se dejó caer sobre ella. Aún tenía sueño y su último pensamiento antes de dormirse fue “tanto joder con que no salgamos”.

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