El chófer de Himmler

El chófer de Himmler

Con el diario bajo el brazo, y mi vieja cámara colgada al hombro, asciendo los peldaños de piedra de entrada al portal. El portero, inmóvil, se lleva la mano a su gorra y me saluda. Tomo el ascensor y subo caminando el tramo de escaleras que conduce a la azotea. El pretil que da a la calle principal está justo frente a la salida. Arrimo una banqueta y, no sin dificultad, consigo subirme a él. Desde aquí diviso todo el trazado de mi calle, también el de la plaza de Santa Ana y el horizonte vacío. Suelo utilizar esta ubicación para algunas de mis fotos por sus insólitos planos. Hoy siento vértigo, un vértigo frío, inusual. Todo permanece en el mismo lugar.

Llevo más de cuarenta años residiendo en la misma calle, el mismo piso. En esta calle conocí a mi mujer, aquí vine a vivir cuando me casé, al lado de una floristería que antaño regentaba la señora Felisa, mi suegra. En esta casa nacieron mis dos hijos y de aquí partieron al extranjero para buscarse la vida tras sus licenciaturas. La gente del barrio me conoce bien, también a Elvira, mi mujer, y aquí tengo buenos amigos, aunque nunca fui muy sociable, pese a trabajar en el rotativo de la ciudad. Con esfuerzo saqué a mi familia adelante, pero el mundo digital y la edad consiguieron jubilarme.

—Eres un mago de la fotografía —insistían mis compañeros.

En la fotografía trabajé desde bien joven. Busqué siempre captar la verdad y no tanto la precisión, procuré no trastocar la realidad, esa sustantividad capaz de trasmitir emociones más allá de la propia imagen.

Durante los meses anteriores al covid, el nombre de mi padre había sido aireado por las cabeceras de los periódicos locales y algún que otro nacional; ‘el chófer de Himmler’, le llamaban, mostrando incluso fotos de la época. Pese a todo, ser el hijo varón del chófer que llevó a Himmler por las carreteras de España, fue un estigma que creía haber eliminado de mi herencia. Pero estaba equivocado; ese agravio continuaría pisándome los talones.

A pesar de mi jubilación, seguí concentrado en la incredulidad con la que el mundo físico podía ser alterado por mi objetivo. Desde la terraza me dediqué durante años a tomar fotografías de la gente que pasaba por la calle, intentando plasmar a mi manera su continuo devenir, sus emociones, sus descuidos y agitaciones.

—La calle es un gran escenario. Es una invención del hombre —le decía a mi mujer.

Fotografié hechos cotidianos y a sus testigos, para que no se borraran de la memoria, y así me detuve en la fachada de la librería y en la imagen del viejo profesor observando su escaparate, o en la estampa de aquel delincuente que fue atrapado y al que dispararon dos tiros dejándolo sobre la acera mojada por la lluvia. Puse mi objetivo sobre la realidad de cómo el fuego fue devorando el viejo edificio de madera de la plaza de santa Ana, y también conseguí imágenes del día en el que los trabajadores municipales se atrevieron con un enorme avispero que cubría un lateral de la marquesina de una agencia de seguros. Capté con mi objetivo alguna de las mañanas del concurrido café de la esquina, cuyos dominios patroneaba Isidoro tras la barra, donde el discurso y la sensibilidad florecía sobre cualquier intento de sabotaje de las redes sociales. Retraté con mimo la espontaneidad de anónimos modelos, sus espaldas, sus ropas, sus ademanes, esa mano tendida hacia un niño camino de la escuela y el amor de una atrevida joven por su enamorado. Encontré con la lente de mi cámara los disfraces de Saddam Hussein, Bush o del mismísimo Bin Laden por carnavales, envueltos en jarras de cerveza, y a la abuela del barrio saliendo del bar después de ganar un premio en las tragaperras. Fueron únicos los momentos en que logré atrapar al sol brillando tras los tejados durante el cambio de luz del crepúsculo, la noche fría, la nieve sobre las barandillas de los balcones y hasta las cuatro estaciones de la arboleda de la plaza. Y todo con la sutileza de un observador crítico, indagando la realidad de mi calle como reflejo de mi emoción, alejada de la virtualidad, revelada ante mis propios deseos.

Siempre fui una de esas personas que acostumbraba a preocuparse de los demás.

Pero un día todo cambió, y ya nada fue igual.

Elvira contrajo el covid por accidente en el mercado; eso dijo ella. Estuvo ingresada veintidós días y hace ya una semana que me llamaron del hospital.

—¿Diodoro Capdevila? —preguntaron.

Sonó la misma voz femenina de días anteriores.

—Sí —respondí temeroso.

—Lamento comunicarle que su mujer ha fallecido.

No quise preguntar más. Sabía de sobra lo que venía a continuación: la soledad. Lo había oído demasiadas veces. Mis hijos no pudieron venir, ni siquiera al funeral.

Desde esta azotea, ahora veo la calle casi vacía, el kiosco de Lauro cerrado; dicen que también le atrapó el virus. Apenas distingo a los repartidores de comida rápida que van y vienen en sus pequeñas motos, miradas de desconfianza, rostros cubiertos, tiendas mudas, gente aguardando a las puertas de la iglesia por un paquete de arroz y una barra de pan, al igual que en la entrada de la farmacia buscando mascarillas. No encuentro besos, ni abrazos, ni una sonrisa, mientras la prensa muestra a los políticos envueltos en sus enormes burbujas de ego y amor a la patria. La vista no me alcanza, pero, a lo lejos, en una terraza, distingo a un grupo de gente, ausentes de la realidad.

Me duele ver cómo ha mudado la vida. Duele, sí. 

Sobre las baldosas de la azotea, la brisa remolonea y abre el periódico; más malas noticias. Ha perdido el Valladolid y abajo, en la esquina de la izquierda, aparece el anuncio de la publicación del libro; ‘El chófer de Himmler’. Miro al horizonte. Me lanzo al vacío.

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