Es momentáneo este silencio. Esta ausencia de todo, esta desgana. Pero, ¿dónde está escrita la duración de un momento, si el tiempo es relativo?
El mío va durar el transcurrir de un viaje. El viaje va a durar lo que a mí me de la gana. Y lo voy a repetir las veces que yo quiera. Abajo y arriba, arriba y abajo.
En esta mi Avda. Iparraguirre, el gran obelisco de metal es un guardián austero y controlador.
EL espacio entre edificios es muy amplio, pero el viento nada mueve, tal es el entumecido transcurrir de las aceras y el pasar desapercibido de los escasos coches.
Tras el cristal aislante de este cuarto, el tiempo está de sobra. Y todo lo demás es un añadido necesario, obligatorio o voluntario.
No voy a hacer más tartas. Voy a hacer un viaje a cuenta del semiconfinamiento.
Me monto en el tren de corto recorrido. Regreso de Bilbao capital. Llevo unas bolsas con compras. El día se me ha dado bien, con esa redondez que me pone en la cara una tonta sonrisa de satisfacción. Hoy me resulta fácil parecer cristiana y ser budista, mileurista y mayor de cincuenta y nueve años.
Los pies me matan, pero no voy a estropear esta linda sonrisa, siendo la única que se atreve en el vagón.
Las miradas están fijas en los móviles, en un punto perdido de un horizonte imaginario, o en un desmantelado compartimento del alma que ninguna arruga de preocupación consigue arreglar.
Sube una señora latina que se sienta al frente. Será de mi edad. Me saluda con un buenas tardes cadencioso y una media sonrisa, que se acerca a la mía y forma un ramillete de dos flores.
-Va muy lleno hoy, ¿verdad ?- dice.
-Sí, es que es la hora de salida de los trabajos. le contesto.
-Yo también acabo de salir. Es mi tarde libre . Vivo con una señora mayor a la que cuido. Hoy que tengo libre voy a visitar una sobrina.
Me cuenta seguido que es de México. Lleva tres años aquí y dentro de unos meses volverá con sus hijos, ya mayores. Ha conseguido pagar la deuda que tenía de un pequeño negocito familiar.
Vende ropas y objetos típicos en las ferias ambulantes de la frontera. A veces se desplaza más de cuarenta kilómetros por caminos en mal estado. El negocio ahora mismo lo están llevando sus dos hijos. Gracias a Dios les da para irse resolviendo.
En la siguiente parada sube una chica joven, También es latina. Permiso- dice- y se sienta a mi lado. Sonríe. Da las buenas tardes seguido y le contestamos.
Bueno, otra flor al ramillete de sonrisas. Al lado va sentado un joven «nacional» anestesiado con el móvil, ajeno a cualquier presente.
Reanudamos la conversación. La muchacha es de Uruguay. Vuelve de su trabajo a la casa que comparte con su hermana, el marido de ésta y sus dos hijos. No dispone de mucho tiempo porque a las mañanas estudia. Quiere ser profesora.
Hay una vibración afín en este espacio reducido de las distancias personales. El dialogo es amistoso, distendido. Yo les cuento que aunque no tengo acento soy venezolana, hija de inmigrantes. Para sellar este momento histórico entre culturas, saco los caramelos de miel y limón que llevo en el bolso. Los compartimos.
El joven «nacional» sigue anestesiado. Sabemos que está vivo porque respira y de vez en cuando pestañea.
Es muy fácil conversar cuando quién habla es el corazón. Reímos y conversamos, conversamos y volvemos a reír. El viaje y el tren van veloces, a la par.
Llega mi turno de apearme. Me despido como el que dice hasta pronto a un viejo amigo. Les deseo una buena tarde y un feliz viaje de regreso porque está claro que si el destino no tiene un capricho, no nos veremos más.
Me dan las gracias .Yo soy la agradecida. Este día perfecto me ha bajado de un tren del que me llevo más que las bolsas que he subido.
Este ramillete de sonrisas que no me pesa, atadas con un hilo invisible a todo lo que es cotidiano, y si se mira bien, extraordinario.
Colgados de mi bolso van el coraje y la voluntad de Eliana, de México, el tesón y los sueños de Marta de Uruguay, y el de todos los ciudadanos del mundo que hacen de su humanidad un espacio tan cálido y conciliador como una mano tendida.
Según echo a andar me siento pletórica de energía, reconciliada con mi vida y con mi abundancia, con mi pensamiento y mis errores. Me perdono a mi misma la lastimera estupidez diaria que me gasto, mientras voy enlazando pasos y momentos, dando forma a estos ya recuerdos.
Me siento rejuvenecida como ser humano, quizás por atreverme a confiar que un tren de cercanías puede ser a veces eso, de cercanía pura y dura.
Lo de sentirme rejuvenecida no es broma. Cuando a la noche me miro al espejo del baño mientras me lavo los dientes, compruebo que no tengo cincuenta y nueve años como esta mañana. Ahora solamente tengo cincuenta y ocho y medio.
Y es, porque en este día que termina, las penas del corazón se me han adelgazado un poco, desinfladas de su inconsistencia, alisadas por el peso de otras vidas, más duras, más complejas , con el momento presente bien exprimido, bien vivido y plenamente sentido.
Ya no está mi vida en pausa. Yo decido que duración ha de tener cada momento.
Por la ventana aislante de mi mundo, ahora y cada día, escapa mi alma calle abajo, en busca de momentos compartidos.
OPINIONES Y COMENTARIOS