Doble indecisión

Doble indecisión

Martín, decidido y con paso marcial, pisoteaba la calle Donceles mientras agudizaba la vista para intentar localizarla. Ella solía pasear por esa calle agarrada a un brazo que no era el suyo.

Como mandaban las nuevas normas, Martín sorteaba a la gente, cambiaba de acera si era preciso. “El distanciamiento pone a prueba cualquier relación, sobre todo la que pende de una cuerda endeble y repleta de nudos”, dijo entre dientes. Sentía las zarpas del abandono y de las dudas arañarle por dentro.

Giró por la calle Palma. El camión de la basura recogía las inmundicias que otros desechaban. “Seguro que un barrendero será el encargado de barrer mis deshechos, después de que unos caballos separen las extremidades de mi cuerpo“, pensó.

Sin esperanza de verla, se dirigió hacia su casa por la calle Venustiano Carranza con la mirada extraviada, extraviada como su mente acuciada por imágenes del pasado que, según creía, ya nunca dibujarían su futuro. Su futuro, el más cercano, era cenar algo ligero y tumbarse en el sofá para ver las noticias que, como picotazos de cuervo, se repetirían hasta vaciarle las cuencas de los ojos.

Una vez más sus planes, por insulsos que parecieran, se frustraron, se resbalaron entre sus dedos, como la arena. «¿Qué hace ella aquí?» Recostada contra la puerta, esperaba sentada en el escalón de la entrada de su casa: un obstáculo infranqueable por inesperado. 

Estaba guapísima, como siempre. Su melena rubia resplandecía con los rayos del día que ya se despedía. Su blusa blanca y ancha disimulaba la curva de sus pechos. Una falda granate ajustada y tacones a juego ensalzaban sus bronceadas y contoneadas piernas.

“Si me acerco, seguro que corre a mi encuentro e intenta besarme. Pero después de tan largo y penoso silencio, debo mantenerme firme”, pensó, y se quitó la mascarilla. El aire le faltaba.

La espió agazapado bajo la mimosa que sobresalía por la valla que bordeaba el jardín; mimosa, que como él, estaba indecisa por florecer de nuevo. Las apretadas hojas le servían de escudo, como un muro erigido por quién teme a un enemigo desconocido. Sí, Martín la conocía, pero no lo suficiente. Su relación con ella se había circunscrito a encuentros secretos y esporádicos que le arrastraron como un pelele a una juventud que le resultaba un tanto lejana. Cuando estaba con ella se sentía como un muñeco de paja manteado por alguien con reacciones impredecibles; como cuando corrió de su mano al borde de un cenote, batiendo los brazos para aprender a volar, igual que un polluelo que se prepara para abandonar el nido; o se guareció junto a ella bajo un árbol durante una fuerte tormenta eléctrica, desafiando así al poder de la naturaleza. Sonrió al recordar revolcarse desnudos sobre hierbajos llenos de espinas, de cómo reían a carcajadas mientras se las extraían el uno al otro. Rieron como niños a los que no dejan de hacerles cosquillas.

Luego, la historia, con ella de protagonista, se truncó; los días, las semanas de confinamiento le arrebataron la pluma con la que la escribía. Aprovechó que el olor a lavanda y a sudor dulce se desprendía de su piel con el paso del tiempo para reflexionar. Alentada, abrigada por su familia, seguro que ella no extrañaba el calor de sus abrazos. “¿Y qué pasa conmigo, quien atiende ahora mis necesidades?”, se repetía tumbado en su cama vacía, con la única compañía del tic-tac del reloj.

Las imágenes del pasado se esfumaron cuando observó que sacaba una hoja de papel y un bolígrafo del bolso. “¿Qué va a hacer?”. La pregunta se quedó en el aire porque a su derecha unos niños se le acercaban correteando alrededor de quien sería su abuela. “Ten cuidado. Me vas a tirar la compra. Lo que me faltaba, después de esperar tanta cola», dijo la anciana a uno de ellos. Llegando a su altura, Martín se irguió y les saludó tocándose la frente con la punta de los dedos. Luego se mesó el escaso y ya canoso pelo y mostró una sonrisa de circunstancias libre de mascarilla. La anciana inclinó su gesto contrariado y dijo: “¡Vamos, niños! Deprisa, que mamá estará preocupada”.

Una vez comprobado que tanto la anciana como sus nietos torcían la esquina, impaciente, se viró de nuevo hacia la entrada de su casa donde ella, inclinada sobre su regazo, escribía. “¿Será una carta de despedida?”. Aquel pensamiento le inquietó al sumársele los ladridos lastimeros de un perro a lo lejos. Hasta ella se sobresaltó por culpa de aquellos ladridos. La vio dar un respingo y dejar de escribir para luego escudriñar las sombras a su alrededor. Temiendo ser descubierto, Martín se agachó y apoyó la espalda en la valla. Contuvo el aliento y, muy despacio, como un mirón indiscreto, se asomó para saber si se habría percatado de su presencia. Resopló al descubrir que ella seguía abstraída en su escrito.

“Se va a enfriar”, susurró. Reprimió las ganas de correr a arroparla con un abrazo, quizá el último, a decirla que la quería más que a su propia vida. El olor a lavanda y a sudor dulce de nuevo impregnaba su piel, esta vez aderezado con notas de jazmín y azahar de la madreselva que trepaba por la valla. «Quien acumula recuerdos, acumula alegría, y también dolor; sobre todo dolor», dijo con los labios fruncidos.

Se giró y volvió a agacharse. Se tapó la cara con ambas manos y negó con la cabeza. Pasados unos segundos que le parecieron siglos, se incorporó y presenció como ella se levantaba, miraba la hoja de papel, luego la puerta y otra vez el papel con expresión dubitativa. Después, con un pie en el escalón, barrió el jardín con la vista, como si intuyera la cercanía de él, lo que obligó a Martín a bajar de nuevo la cabeza, a mascullar apretando la mandíbula: “¡No! ¡Debo dejarla ir!” y a huir encorvado, a alejarse de un porvenir incierto sin mirar atrás.

Fin

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