El conductor bajó apresuradamente del vehículo para examinar lo ocurrido. Una cebra maltrecha cruzaba la llanura urbana hasta que una acera, por lo general repleta a esas horas, interrumpía su trayectoria.
El filósofo fue el primero en percatarse.
— ¿No es cierto, entonces, que con el paso del tiempo nuestra existencia transcurre con menor seriedad?
El poeta asintió.
— Un piano
con sus teclas
así dispuestas
por la travesía,
usadas,
tocadas,
pierden sensibilidad,
cada una, cada día
más y más.
— ¿Es que acaso no hay seguridad ya? ¿Dónde quedan la libertad, el respeto? – se quejó el inconforme.
Con el puño en alto, el cinéfilo le respaldó.
— ¡Attica, Attica!
En el epicentro, el suicida lamentaba su fracaso.
— Estaba en verde. ¡Lo juro!
— Lo sé. – logró decir el hombre cuya humanidad inerte yacía pegada al asfalto. – No pasa nada… – siguió el optimista, pensando que era su día de suerte pues en vez de ir a trabajar, terminaría yendo al cielo.

Cruce de Shibuya, Tokio 

Foto de Enrique Barreal De Nóbrega

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