Nací en Río Gallegos, provincia de Sta. Cruz, en 1986. Al cumplir yo los siete, con mi familia, nos mudamos a Córdoba Capital. Luego de un año el traslado fue a Chamical, un pequeño pueblo a pocos kilómetros de La Rioja. Allí vivimos tres años y nos dirigimos hacia la capital de capitales, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Viví desde los once hasta los trece. De ahí nos dirigimos a Resistencia, Chaco, donde pasé mi adolescencia (con un breve intervalo de un año en Córdoba nuevamente, durante mis quince años) hasta que nuestro recorrido como familia trashumante finalizó en Puerto Iguazú, justo en la frontera Argentino-Brasileña. Mi idea, luego de terminar el secundario, era venir a estudiar a Córdoba. La realidad era que deseaba quedarme quieto lo más posible.
El primer mes (hasta conseguir departamento) viví con mi tío en un monoambiente dividido al medio por un placar. Dormía en la cocina, sobre el sofá cama más incómodo del mundo. El monoambiente estaba ubicado en barrio Alberdi, uno de los más populares de la ciudad, por la calle 9 de Julio arriba. Al lado de la entrada a nuestro edificio había un bar que a punto estaba de ser de mala muerte. Mi tío comía siempre ahí: pizzas, empanadas, tartas, lo que fuera. Recuerdo el olor a cebolla constante, el cuarteto a todo volumen y en las noches de verano, las prostitutas que caminaban lentamente, de una esquina a la otra.
Luego, me mudé con mi hermano a un departamento. Todos los colectivos de la ciudad doblaban en esa esquina. La calle San Jerónimo casi Chacabuco, a doscientos metros de la Plaza San Martín, es la zona bancaria, céntrica. Por las mañanas, el ajetreo de los transeúntes, los bocinazos, la ciudad en su punto de hervor, hacían imposible dormir pasadas las nueve. Como cursaba a la tarde, aprovechaba y me iba a caminar, a refugiarme del sol en las galerías, a sentarme bajo una sombra y observar la Catedral, a caminar por el pasaje entre el Cabildo y la Catedral, por esos adoquines y pensar en lo antiguo de la ciudad que me rodeaba y en cuantas personas al igual que yo, a través de los años, habrían pisado aquellos mismos adoquines y si esas personas habrían pensado lo mismo que yo pensaba en aquellos momentos.
De ese departamento, a los dos años y junto a quien por aquel entonces era mi compañero de trabajo -mi mentor sería más adecuado decir- y también junto a dos de sus amigos, alquilamos una casa no muy grande, aunque sí muy acogedora, en barrio Pueyrredón. México 1242 (méjico doce cuarenta y dos le decíamos) era la dirección. La calle angosta, las veredas, medianamente anchas, tenían cada ciertos metros, canteros cuadrados con limoneros y siempre verdes enanos bien podados en forma de campana. Era el típico barrio de casas bajas, cuya frontera con una de las tantas zonas marginadas de la ciudad era la Avenida Patria, que corría de norte a sur a espaldas de la manzana en que se asentaba nuestra casa. En la esquina había un pequeño almacén atendido por sus dueños: una familia de cinco, cuyos hijos -el mayor no tendría mas de doce años, el menor ocho- siempre me atendieron con una sonrisa. Los padres lo mismo. Incluso el último día. Tuvieron que cerrar debido a la crisis.
Luego de un breve período en Río Ceballos, un pueblo serrano cercano a la capital Cordobesa, me fui a vivir junto a mi madre a un edificio de la Avenida Colón. Avenida plagada de tráfico por excelencia, a una cuadra de la Plaza Colón y del Colegio Alejandro Carbó, en un sexto piso, estaba este departamento de cuatro habitaciones, dos entradas, dos baños, living y cocina comedor. Durante la tarde y ya entrando en la noche, la actividad tanto de los autos como de los peatones descendía a un punto tal que la avenida se volvía irreconocible: no podía ser la misma que durante el día había visto tanto ir y venir. A la vuelta, sobre la calle Mendoza, estaba la morgue del Hospital de Clínicas. Siempre que iba al kiosko de noche, me cruzaba de vereda. Caminar tan cerca de las ventanas oblongas que se alzaban a ras del piso, en esa oscuridad de sólo un farol amarillo, me producía una sensación inquietante. Creo que siempre quise o esperé ver algo sobrenatural. Nunca ocurrió.
A continuación, viví sólo por primera vez en mi vida: alquilé un monoambiente en la terraza de un edificio a pocas cuadras de aquel de la avenida Colón. Esta vez era la calle Corro 60, sobre la zona de tribunales, la Plaza de la Intendencia y El Paseo Marqués de Sobremonte. Los domingos por la tarde solía agarrar un libro y me iba al Paseo a leer sentado en el césped acompañado del sonido del agua de la fuente. Por las noches fumaba en la soledad de la terraza viendo las callecitas del centro de la ciudad sumidas en el ensueño. Ahí escribí poemas y leí y estuve muy triste y también estuve muy feliz. Aprendí tanto.
Luego siguió la casa que alquilamos en barrio General Paz junto a mis amigos y mi hermano: enorme, amplia, de dos pisos, con terraza y patio con frutal. Cercano a Pueyrredón aunque más residencial, un barrio con cierto aire señorial diluido en el tiempo. Era hermoso caminar sus calles anchas y sus veredas igualmente anchas plagadas de árboles. Un día al amanecer, decidí salir a dar una vuelta. Estaba nublado, lloviznaba y el barrio parecía hablar desde su mudez. Llegué hasta el río a unas diez cuadras de casa. Encontré un par de zapatos viejos, juntos, semi enterrados en una esquina. En la costa opuesta se alzaba (aún existe) una villa miseria. No sé cuanto me quedé parado ahí, intentando descifrar eso que nos separaba y que iba más allá del río o la distancia entre márgenes.
Córdoba siempre fue y siempre será, mi cruz y mi soberanía.
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