La rutina desmelenada de tanto bostezar se volvía una disciplina de escritura, de crítica, de lectura, ya no se diferenciaban de los escritores que caminaban oliendo meadas de perros por la calle. Ellos tambíen eran escritores y reconocían el olor de las meadas de sus compañeros de pabellón.

La memoria resistía como la luz en la luna; así miraban los muros y numeraban las baldosas de los pisos recreando sus rayuelas, mientras la ironía habitaba las elegías en el taller de escritura de la cárcel.

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