Cuando Benita Morón bailaba, parecía que el contoneo de su cadera fuera el que ejecutara el golpe en el tambor y no la mano del músico que lo tenia apretado entre sus piernas. Benita supo que su muerte sería pronto, pero no por eso podría esperarse de ella que se despidiera de la vida ni de nadie, siguió de largo y esperó que el día llegara como cualquier otro. Los músicos empezaron a tocar en su honor y la voz que matizaba el pesar provenía como un susurro, del fondo de su ataúd.

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