Solitario, inútil y abandonado. Así se sentía a partir de cierta hora de la madrugada, cuando ya nadie fijaba la vista en él. Se encontraba en los confines del barrio más apartado de la ciudad, en un cruce solitario, donde el paso cebra, la prioridad o el sentido común hubieran bastado para regular el tráfico y la circulación de peatones.

Al principio, dio luz verde a su lado más salvaje, saliendo de fiesta hasta altas horas con la señal triangular de la calle de al lado, intentando llenar la falta de sentido que tenía su vida con la noche y el exceso. Sin embargo, al día siguiente, la descoordinación era total y tanto podía permanecer diez minutos en ámbar como quedarse durante horas en rojo. Tras la sabia reprimenda de un agente de policía local, que le alertó con un cuidado, chico, que esa señal tiene mucho peligro, decidió abandonar las malas compañías. Durante un tiempo se entretuvo llamando a un conocido programa radiofónico de la noche para contar sus penas, pero era tan vergonzoso, que se ponía rojo hasta bien entrada la mañana del día siguiente.

Tanta era su tristeza y desazón que, un buen día, una buena noche, más bien, decidió apagarse para siempre.

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