Hace una semana que la gente ha vuelto a pisar las calles. Me asomo al balcón y me da vértigo el gentío de un lado a otro. Me distraigo jugando a quién es quién. Tres largos meses. Esa aplaudía. Aquel insultaba. Sí, era él. Aplaudía e insultaba. Vigilaba. Veo a un señor mayor que no puede con sus bolsas.

Una bandada de palomos de pica cruza los tejados a toda velocidad. Me da miedo bajar, no quiero encontrarme con nadie. Observo que la cafetería de Pepón ha colgado pizarras con letras de muchos colores. El reclamo. Ahora es la naturaleza humana la que ha vuelto a apoderarse de la ciudad. El cortejo. Violencia.

Al señor de las bolsas se le caen un par de naranjas que ruedan hasta la alcantarilla. Tras las cortinas, no quiero que nadie me vea. Apenas ha avanzado dos metros desde el supermercado. Se yergue y mira a su alrededor. Nadie le mira, nadie le ve. La calle está atestada. Todo el mundo corretea y jalea a dos conductores que compiten por un aparcamiento. Yo lo vi primero. Parece que el señor no se atreve a coger de nuevo su compra. Creo que sabe que no va a poder. De pronto, le veo sonreír. Un chico ha aparcado su moto junto a él. Por fin. Yo no quería bajar. Se quita el casco y el señor se dirige al motorista de manera amable. Charlan. Parece que le relata su calvario. «Quizá me pasé con la compra hoy, no debí…», intuyo que está diciéndole.

Dos perros se amenazan atados por sus dueños, que se miran mal. Creo que voy a volver al escritorio. Vuelvo a mirar al señor con su compra. Su mirada afligida busca algo a sus espaldas, en la tienda de suvenires de la ciudad. Recuerdo de Valencia. El motorista no está. Las bolsas siguen en el suelo. El señor se ha meado encima. Sale y entra gente sonriente de la cafetería. No quiero salir de casa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS