Es imposible que no me encuentre. La casa es demasiado pequeña, aún para dos personas. Con mucho esfuerzo consigo esconderme detrás de una maceta. Lo observo entre las hojas delgadas del helecho. Deambula de un lado a otro con el puño apretado y los ojos fuera de sí, buscándome como un perro hambriento a un hueso. El apagado sonido de sus pasos me acelera el pulso. Me rodea desdibujando el día y la noche. Y las noches y los días se parecen tanto que el tiempo carece de sentido. Así, voy de la maceta al olvido. Cuando duerme, vigilo. Cuando duermo, despierto a cada minuto. Pero es imposible que no me encuentre. La casa es demasiado pequeña, aún para dos personas. Y entonces duermo poco y vigilo mucho. Me oculto tras la maceta, me disimulo entre las hojas del helecho. Él jadea y yo intento respirar en silencio. Cada tanto lo alimento. Vuelvo a la cocina como una sombra, un espectro, y le doy de comer. Me gustaría no hacerlo, y muchas veces lo pienso. No sé qué es peor: no existe alternativa cuando sólo existe el encierro. Apago las luces para que no me vea. Él las enciende, y husmea en la cocina, en la pieza, detrás de las puertas, debajo de la cama y de las mesas. Pero la casa es pequeña, y es largo el encierro, y tengo miedo. ¿Y si no lo alimento? ¿Moriría de hambre si lo hiciera? No lo sé. No lo creo. Tengo magullones, cicatrices, golpes certeros. Eso sí, de a poco se van curando. Son anteriores a encontrar este refugio, este helecho criado en una maceta color ladrillo. Escuché en la radio, mientras él dormía, que se extiende el tiempo de encierro. Me eché a llorar. Sequé las lágrimas con las hojas del helecho. A fin de cuentas habrá de encontrarme, porque la casa es pequeña y es grande el encierro. ¿Y si no lo alimento? ¿Y si este cuchillo…? Lo miro. Duerme, y mientras duerme, duerme mi encierro. Clavo el cuchillo en la tierra. Una gota de sangre cae del helecho.

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