Lo asaltó una terrible desesperación, miró hacia ambos lados y no había nadie, sin embargo su paranoia le decía lo contrario.
-¡La puta madre! ¡Qué hago! – pensó Darío alarmado.
Miro nuevamente. Nadie.
-Ya fue, lo hago acá.
– ¿Estás seguro? – le inquirió su conciencia desde el fondo de la heladera de lácteos que tenía en frente.
-¡No! ¡Por supuesto que no lo estoy! – la desesperación lo invadía tanto como la urgencia de estornudar.
– Por empezar, te hubieras quedado en casa- le reprochó un queso.
– Claro, como voy a salir sabiendo que puedo estornudar ¿no? Que irresponsable de mi parte, no poder contener una involuntariedad fisiológica– replicó con sarcasmo – Aprovecho que no hay nadie y estornudo fuera del barbijo ¿No?
– ¿Te parece cagarte así en el prójimo? ¿No ves televisión? Hay una pandemia querido, no se puede estornudar ni en los sueños – lo retó una manteca abollada.
– Adentro entonces.
– ¿Vas a estornudar en un supermercado? Si te ven, te van a linchar. Yo no lo haría – aseveró la crema.
– Que difícil es venir a comprar, la puta madre.
No pudo pensar en nada mas puesto que su cabeza se inclinaba hacia atrás, preparándose para el inminente disparo de fluidos que saldrían por su nariz y boca impactando directamente en la tela del barbijo. La suerte estaba echada, iba a estornudar en la góndola. Nada podía evitar el estruendoso “achís”, que resonaría hasta la otra cuadra, o de eso lo convenció la culpa.
– ¿Te lo vas a llevar?
Le pareció sentir la caricia de un ángel, sin duda se trataba de una interrupción divina que venía a salvarlo de una de las peores decisiones de su vida. El estornudo había sido cortado, la misión, abortada. Su cuerpo no lo volvería a sabotear.
-Aaah, gracias – suspiró- digo, no. Llevalo- le dijo a la chica que estaba a un metro de distancia, señalándole el ultimo yogur de vainilla light.
Como si hubiera sido atrapado robando, Darío agarró su carrito de compras y marcho rápidamente hacia el estante de papel higiénico.
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