Llevaba más de media vida trabajando.
Había ido atesorando experiencias en UVIS y catástrofes… Ahora en el descenso vital y laboral ocupaba un puesto tranquilo de lunes a viernes sin guardias. Cuando estalló la crisis del virus fue de las pocas con capacidad de reacción, no en la clínica, era auxiliar, pero si en la estrategia de protección. Enseñó a los médicos y enfermeras a vestirse adecuadamente, controló más que nunca el almacén y pedidos, sufrió robos de material, las crisis sacan lo mejor y lo peor del ser humano y estábamos viviendo la madre de todas las crisis sanitarias. Peleó con quien tuvo necesidad por el bien común, con pasión e inteligencia. Despertaba admiración que la auxiliar pusiera en su sitio a otros estamentos.
Llegó el día del hasta luego. El virus necesitaba espacio. Pese a ser tan chico ocupaba mucho. Los hospitales exigían desahogos y se montó uno en un pis pas. La llamaron y aceptó consciente de que era allí, en aquel momento, donde sería más útil. “Ya sabéis vestiros” dijo como despedida, pero volveré.
Un enfermo del IFEMA, de esos que ya no cumpliría los 75, le pidió un favor antes del alta. «Lo que sea» contestó sin pensárselo. “Antes de irme quiero verte la cara, quiero poder reconocerte por la calle cuando salga de aquí”. Por esas cosas que tienen las mujeres, lo primero que pensó fue en las marcas que las incomodísimas, mascarillas dejaban en la cara. No importaba se le olvidaría.
Cuando ya se lo llevaban camino de la libertad, acompañado de los aplausos que le despedían, la buscó la mirada y le recordó la promesa. La sonrisa se instaló antes de bajarlas y subir la pantalla plástica. “Gracias por todo, ya sé quién eres, nunca te olvidaré”, dijeron sus labios con una gran sonrisa.
Recolocó su atuendo, con los ojos brillantes, no pudo evitar que la coraza tras la que nos guarecemos dejara el corazón en barbecho. En Madrid llovía, el sol acobardado no se había atrevido a salir, o se había reservado para mostrarse en todo su esplendor dentro del IFEMA.
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