Día veintiocho desde el inicio del confinamiento. Hoy el vecino de al lado tampoco ha salido a aplaudir. Es el tercer día consecutivo y estoy preocupada. Sé que sigue vivo, porque hay ruidos al otro lado de la pared. Lo primero que pensé fue que se había contagiado y no quería que el patio se convirtiera en una burbuja de virus. Su portazo a las 6:50 me alivió. Por la hora, apuesto a que es de Renault. De esos que siempre llegan un poquito tarde.
Podría estar deprimido por volver al trabajo, pero se le oye animado al teléfono y sigue haciendo deporte. Lunes y miércoles pesas, martes y jueves cardio. Quizá me he equivocado y sí que es de la construcción. Tiene brazos de obrero.
La última opción es que ha dejado de creer en los sanitarios. No quiero pensarlo porque aplaudía con ánimo, con el corazón. De nada me sirve ya acercarme a la pared para buscar mensajes ocultos en su lista de Spotify. Necesito saber qué pasa por su cabeza. Un nombre. Instagram hará el resto.
Con cuidado de no dejar huecos, me enfundo en el traje que llevo semanas preparando, ajusto la mascarilla y me reviso frente al espejo. Servirá. Un escalofrío azota mi columna cuando descorro el cerrojo. Escucho, por si algún vecino decidiera salir en este momento. Silencio. Lleno los pulmones y salgo.
Corro escaleras abajo. Una, dos, tres plantas. Allí está al fin el buzón y busco el tercero izquierda. Nada. No tiene etiqueta. Reviso el resto de buzones. El tintineo de unas llaves me sobresalta. Me he quedado sin tiempo. Me lanzo escaleras arriba deseando que fuera el del quinto. Pisadas por las escaleras. Alcanzo el primero. El segundo. Me estoy quedando sin aire. Me estampo contra algo y caigo al suelo.
—¡Vaya susto! ¿Estás bien?
Es su voz. La de él. Noto como me levanta tirando de mi brazo y desaparece de nuevo escaleras abajo.
—¡Disculpa, Inés!
Y yo arrastro los pies hasta casa. Echo el tranco y, al fin, respiro. Voy a tener que tirar todo el traje.
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