Todos éramos inocentes hasta que las cosas cambiaron. Al principio parecía que no iba demasiado en serio el asunto, pero poco a poco fuimos tomando conciencia; bueno, el miedo nos la hizo tomar. Habíamos demonizado todo aquello que solíamos hacer con la naturalidad propia de la existencia en sí misma. Parecía que el simple hecho de poner un pie por el lado exterior de la puerta de la entrada de nuestra casa era algo horrible, el inicio de un crimen; como cuando piensas en disparar a alguien que te está haciendo la vida imposible hasta que el razonamiento toma el control y te hace ver la locura que se te había pasado por algún lugar de la mente de un psicópata en potencia. No nos quedaba más remedio que mirar el mundo desde la ventana y esperar a que las provisiones estuviesen a punto de agotarse para ir a comprar lo necesario para subsistir, eso sí, sin olvidar los objetos que nos darían ese halo de misterio al cubrir parte de nuestro rostro y nuestras manos. Se acabó el contacto, las conversaciones e incluso las miradas, que se dirigían al suelo como si quisiéramos evitar matar a alguien con ella. La forma de matar había cambiado y contagiar se había convertido en el sinónimo perfecto de ese verbo con el que se arrebata una vida. Había quien mataba por error, por accidente, como el que pierde el control del vehículo y arroya a un inocente. Esos no sabían que tenían el virus y lo propagaban. Pero también había gente que pese a saberlo o sospecharlo, sin importarles en absoluto el resto de la humanidad, lo esparcían a diestro y siniestro incumpliendo las normas que se suponía que nos mantendrían a salvo. Esos son los nuevos asesinos.
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