A más de un mes de confinamiento he
perdido mi última gota de cordura, así que me pongo a hablar con mi gato
Fiodor, un gato negro de grandes ojos amarillos, esponjoso pelaje y un
poderoso cuello rematado con una gran cabeza mofletuda que apoya en mi
almohada. Lo cojo, lo abrazo y le miro. ‘No aguanto más no aguanto más
no aguanto más’ murmuro. ‘Dame una solución’. Él me mira, mira más allá
de mí, aún soñoliento anhelando la cama. Y entonces habla: ‘Vete a escribir y suéltame’
Me quedo atónito. Por fin ha hablado. Ahora puedo saber qué opina de
todo. De su vida, de la comida, de mi madre, del cambio climático, de la
pandemia, de la terraza, de las vistas y sobretodo, qué opina de mí,
como dueño. Me dice que no estoy mal, que no lo hago mal pero que no soy
tan bueno como me creo. Me dice que le deje dormir y que deje de
preguntar. Que ya tiene suficiente sin una gata como para que esté yo
dando por culo.
Y parecía tan paciente, tan cariñoso. Le pregunto
porqué se contradice tanto. Porqué cuando le acaricio me muerde y se
escapa, para volver al cabo de unos segundos y frotarse contra mi pie.
Porqué maúlla para que le abra la puerta, y cuando me levanto, recorro
el pasillo y le abro, ya no quiere salir y se me queda mirando burlón.
‘Qué quieres, soy un gato, no puedo dejar de ser un gato’ me contesta.
Eso me aclara algo. ‘Soy humano’ pienso, ‘no puedo dejar de serlo’. Le
dejo dormir, me cargo de paciencia para afrontar un día más y escribo
esto.
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