Estábamos en uno de nuestros encuentros literarios, y, ya no nos besamos, como siempre, al encontrarnos. Como hacíamos conforme íbamos llegando. A otro día nos encerramos, confinadas, y nada volvió a ser igual. Seguí con mis turnos de trabajo. Todos estamos estresados, angustiados, avispados, vigilantes, ante los pacientes que entran.
Después del turno a casa. Sola, silenciosa. Ya no tengo las visitas de mis hijos, las sonrisas de mis nietos, sus abrazos, sus miradas de amor. Tampoco los besos apasionados de mi amor.
No puedo poner el puchero, ansiosa, porque vienen a comer o hacer el arroz de los domingos. No vendrán. Día tras día, hora tras hora, sola. Cae la tarde y se oyen las palmas. Una veces, me indigno y me revelo, y otras comprendo que se sienten bien y agradecidos. Pero sé lo que hay. Muchos de ellos nos putearan a la menor ocasión: Llevo tres horas esperando, tengo mis derechos, nosotros os pagamos… Y lo dirán a voces, apuntándote con el dedo acusador.. Y sigo sola, esperando oír cada mañana como se desarrolla este caos. Si va a cambiar. Y nosotros, ¿cambiaremos? Sin duda que no. Saldremos más desconfiados más fríos, más agrios. Es un confinamiento con miles de dudas, con el pensamiento divagando de un momento a otro, de una cosa a otra, mientras espero la hora de mi turno. Allí al menos no me tortura. Allí estoy pendiente de las preocupaciones de otros, de enfermos y familiares , con síntomas, con angustia. ¡Qué egoísta! Eso me distrae de mis preocupaciones, mi angustia, mis carencias afectivas. De mi tristeza por quién pierde a un ser querido, el trabajo. Por los ancianos, los dependientes. Para la perdidas de tantos seres humanos tengo mis velas. Las pongo por ellos. Y lo único que puedo hacer es lanzar mi energía al universo, mi deseo de que acabe, que termine hasta el confinamiento. Que seamos, después, mejores, más solidarios. Tal vez, todo cambie tras este encierro.
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