Me
siento bendecida cada día que veo el despertar de mi familia, de mis
amigos y de las personas que quiero.
Doy
gracias porque semana tras semana me puedo permitir el lujo de
quedarme en casa, de abrir la nevera a cualquier hora y descubrir
miles de opciones que saciarán el hambre de mi caprichoso estómago.
Puedo
sentarme en el sofá y ver la televisión, coger mi ordenador, mi
teléfono móvil…
Tengo
la suerte de poder conectarme virtualmente con las personas que
quiero y que no veo desde hace semanas, pero la mayor fortuna es que
esas personas puedan aparecer al otro lado de la pantalla.
Me
llena el corazón escuchar canciones a todo volumen, asomarme a la
ventana y sentir humanidad cada día a las ocho de la tarde.
Desgraciadamente
hay personas que no pueden decir lo mismo.
Gente
que no puede conectarse con sus familias porque no tiene los medios,
otros ven cómo, poco a poco, su nevera se hace más y más pequeña,
familias de siete personas que viven en una “casa” para dos,
almas tristes que se levantan cada día con la angustiosa pregunta
de: ¿Me llamarán hoy del hospital con malas noticias? Y personas
que abandonan el mundo solos en una camilla de hospital.
Así
que, sí, estoy contenta de quedarme en casa.
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